Una de las películas que más me impactaron de niño fue El puente (1959), de Bernhard Wicki, sobre el reclutamiento forzoso de muchachos de 14 a 16 años para proveer a un ejército alemán ya diezmado en la II Guerra Mundial.
La vi una tarde, tras volver de clase, y me impresionó tanto que años después, ya adolescente, madrugué para volverla a ver en otro pase inesperado por la televisión pública, la única que había.
Siempre recuerdo el momento en que uno de los chicos, ya uniformado y al frente de su misión de defensa, se arroja asustado al paso de un avión amigo, provocando las carcajadas y burlas de sus compañeros: en la siguiente escaramuza, movido por otro tipo de cobardía (el miedo a ser ridiculizado por tus iguales), él es el único que se mantiene en pie y muere bajo la ráfaga del nuevo avión, que en esta ocasión resulta ser enemigo…
¡Un niño entiende tan bien ese otro tipo de miedo! Yo a mis catorce hubiera hecho lo mismo, me hubiera dejado matar para impedir esas burlas.
Supongo que por eso me quedó clavado de por vida ese miniset de secuencias y el lacrimal se me afloja cada vez que la maldita película vuelve a mi mente. Creo que entonces agradecí poder atisbar el otro lado de una guerra, que no sólo me la contaran los yanquis en películas propagandísticas y de entretenimiento. Y ese espíritu quedó en mí de algún modo cuando escribo: huir siempre de la convicción absoluta, de la postal victoriosa…, aunque lo que se premie siempre sea la versión oficial.
Es una película que recomiendo a todo aquel que no la haya visto. Es de esas películas que te dan motivos sobrados para no opinar a la ligera ni insultar a quien opina distinto… No sea que un efecto no–tan–mariposa cause, por culpa nuestra, una situación similar a la que relata El puente.
Y tengamos algún día que lamentar la corrupción y muerte de vidas inocentes sólo por defender la mierda de turno que hoy los adultos estemos enarbolando…
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