En el volumen correspondiente al último trimestre de 1979, el Journal of Orthomolecular Psychiatry incluía un estudio sobre los efectos del color en la conducta humana. En concreto, el color rosa. Más concretamente, un tono muy concreto de rosa claro que el tiempo bautizaría, para ciertos ambientes de erudición exclusivamente, como rosa Schauss.
Y se llamó así porque el artículo estaba firmado por Alexander G. Schauss, experto en Ciencias de la Vida (Life Sciences) en el Instituto Americano de Investigación Biosocial, en Tacoma, Washington. Y porque, además, el artículo en cuestión causó tal revuelo que cambió la estética de buena parte del país en cuestión de unos pocos años.
La Wikipedia lo recoge como rosa Baker-Miller, en honor a dos oficiales de la Armada de los Estados Unidos. Luego veremos qué pintan ambos en esta historia.
Los no anglosajones, mientras tanto, hemos de conformarnos con reconocer el rosa clarito en cuestión según los términos del código hexadecimal RGB. En este caso, #FF91AF.
Pues bien, en el estudio de 1979, Schauss afirmaba que este tono de rosa nos debilita. Para demostrarlo, captó a 153 hombres saludables y los metió en el laboratorio de uno en uno. Cuando entraban, les enseñaba una carta, bien rosa o bien azul. Con la carta ocupando su ángulo de visión, les sometía a un test de fuerza; si la primera carta había sido rosa, repetía el test mostrándoles la carta azul; si la primera carta había sido azul, repetía el test mostrándoles la carta rosa. Y así hasta que pasaron todos.
Salvo dos cobayas, el resto confirmó con sus resultados que, efectivamente, el rosa claro aquel, el #FF91AF, debilita. El azul, al parecer, es neutro.
El poder debilitante del rosa en cuestión –otros tonos no sirven por mucho que se le parezcan, según explicó Schauss cuando se le echó en cara que no funcionaba la pintura en ciertos experimentos sociales— se hizo famoso de inmediato. Schauss iba dando conferencias por todo el país; y hete aquí que, en una de esas, una cadena de televisión le filmó probando el experimento con el Míster California del momento, un sufrido cachas que, frente al rosa de Schauss, fue incapaz de hacer un solo curl de bíceps.
Después de aquello, el asunto se hizo de interés público y Schauss, que quería aportar algo a la comunidad, sugirió que, si se encerraba a los presos más violentos del país en celdas pintadas con su rosa, los reos más conflictivos se apaciguarían, y serían más fáciles de controlar.
El tema llegó a oídos de dos oficiales de la Armada: el suboficial jefe Gene Baker y el capitán Ron Miller, del Centro Correccional de la Armada de los Estados Unidos en Seattle, Washington.
Los oficiales, curiosos, y ante la insistencia de Schauss y tras el ejemplo de Míster California, redecoraron una de las celdas en que se recibía a los nuevos presos en el tono rosa Schauss, a ver qué pasaba. Ocurrió que, según los oficiales, durante los siete meses que duró el experimento no se reportó un solo alboroto digno de tenerse en cuenta.
Aquello se extendió como la pólvora. Los directores de prisiones se hicieron admiradores del rosa Schauss, que pasó a llamarse rosa Baker-Miller y a convertirse en asunto “no oficial” de defensa nacional: diversas cárceles se hicieron con provisiones de pintura rosa #FF91AF; y también los calabozos de condados y boroughs, donde los borrachos con mal beber que acababan en celdas rosas salían de un agradable tal que, popularmente, el color se dio a conocer como “Drunk Tank Pink». Algo así como “rosa de celda de los borrachos”.
Hasta finales de los 80, Schauss fue testigo de los efectos de su aportación a la ciencia; el experimento había generado una ola rosa que bañó el país, y los sueños de paz y un futuro de próspera convivencia se hacían realidad: consultas psiquiátricas, clínicas dentales, escuelas, casas con adolescentes dentro, autobuses que operaban en distritos conflictivos, uniformes para trabajadores sociales… Incluso la liga universitaria de fútbol americano.
Los Colorado State Rams y la Universidad de Iowa fueron los primeros equipos en pintar de rosa Baker-Miller el vestuario visitante; pero aquello, para la noble comunidad de deportistas estadounidenses, fue pasarse de la raya. Y el revuelo obligó a tomar medidas urgentes: se estableció una regla de fair play por la que todos los vestuarios debían estar pintados en el mismo color; o todos rosa o ninguno.
Puesto que la homogeneización no ofrecía ventaja alguna a los interesados, la ilusionante contribución del deporte universitario estadounidense a la ciencia fue cercenada por asuntos de ética interna.
Pero no todo fue de color de rosa. El rosa Schauss tenía efectos contraproducentes en caso de uso indebido: en San José, California, por ejemplo, los presos más jóvenes y faltos de la preparación física adecuada mostraron excesivos signos de debilidad, de modo que hubo que reducir su estancia en las celdas rosas Baker-Miller a unos pocos minutos al día.
Peor aún, en la cárcel del condado de Santa Clara, también en California, lejos de calmar a los presos, hubo convictos que, conscientes del control mental al que estaban siendo sometidos, se lanzaban contra paredes y barrotes para dejarse las uñas en intentos desesperados de eliminar el color con que se pretendía alterar su normal comportamiento rebelde.
El caso es que, con la llegada de los 90, algunos investigadores que habían repetido los experimentos de Schauss comenzaron a sacar conclusiones menos evidentes y sugirieron cautela al afirmar las virtudes anestésicas del rosa Baker-Miller, pues éste había alcanzado ya el grado de tratamiento contra la agresividad, la hiperactividad, la ansiedad y el exceso de competitividad.
En fin, la ciencia no termina de creerse esto de la psicología de los colores, aunque hay autores que afirman que sí hay motivos para tomárselo en serio, como Adam Alter, psicólogo y profesor de Marketing en la Universidad de Nueva York, y autor del libro Drunk Tank Pink, de donde extraje las anécdotas que incluye este artículo.
Sea como sea, la psicología del color es un campo que despierta pasiones en ámbitos como la organización urbanística de las ciudades –las farolas con luces azules también han formado parte de “experimentos” para reducir la violencia callejera—; la arquitectura, la cual, reconociéndolo o no, es admiradora de tradiciones milenarias como el Feng Shui; y, sobre todo ‒y no hay líneas suficientes para subrayar el “sobre todo”‒, en el mundo de la publicidad y el consumo, donde los colores y sus efectos se cuidan hasta el más mínimo detalle.
Públicamente, pocos profesionales creen en los efectos del color pero, por si acaso, todos recurren a ellos cuando les conviene. Porque, haberlos, los efectos, según dicen, haylos… O quizá no.
Imagen superior: Pixabay.
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