La palabra biopic clama por su hibridez y ésta, por su claridad. En efecto ¿qué decimos cuando nos referimos a una novela o a un filme rigurosamente fieles a un archivo documentario? Por mi parte, respondo con certeza: nos referimos a una ficción. Todo lo documental que pueda contener sirve a lo ficticio. El resultado es, necesariamente, que la novela o el filme se convierten ellos mismos en documentos de época.
Para huir de la abstracción conviene manejar un ejemplo. En el caso, el biopic del nazismo que el director Joachim Lang propone en su película El ministro de propaganda. Todos sus personajes son históricos pero, por ejemplo, el Hitler que nos muestra no es el que encarnaron Charles Chaplin y Bruno Ganz o Alvin Skoda, que aparece en un tardío Georg Wilhelm Pabst (El último acto, 1955). Sin embargo, con suma eficacia, Lang se vale de documentales históricos, de citas textuales y de fotografías fechadas, sobre un fondo de cancioncillas, coros y marchas de la era nazi.
Lo que Lang aporta en este hábil complejo es la consistencia de sus personajes. El central es Goebbels, el que da título al relato. Se trata de un joven vistoso, sonriente, juerguista, mujeriego, trepador, seguro de sus ambiciones y de su superioridad intelectual respecto a un Hitler oscuro e inerte –autor de ese libro que es un ladrillo, sic Mussolini, sobre Mi lucha-, a un Himmler con su aire de curandero de barrio en busca de la lanza de Longinos y un mágico lago subterráneo, y a un Göring que, lejos de ser el amo de los cielos bélicos semeja un salchichero de tierra firme.
Efectivamente, este Goebbels es el dueño del cotarro porque impone la narración dominante de sus bulos a los demás. Los primeros incautos que se la compran son el Conductor y sus acólitos de la fundación. Lo que Lang nos acaba mostrando es cómo Goebbels también es seducido por sus leyendas y va creciendo en su énfasis, cada vez menos controlado.
En este sentido se cuenta con un admirable trabajo del actor Robert Stadlober, que va matizando su histrionismo para que el histrión que encarna no histrionice en exceso sus paralelas muestras histriónicas. Sí lo que se nos transmite es la asfixiante enfatización de esa mascarada tan eficaz, si acaso, tan eficaz como el genocidio y el arrasamiento. Aquí Lang se muestra buen seguidor de Bertolt Brecht, de quien se ha ocupado en alguna otra película.
Al lado de su ministro, está el Hitler de Lang, impertérrito, mesurado y monótono salvo al final cuando ya esboza desesperadamente su suicidio junto al de su colaborador que se cargará asimismo a su mujer, a sus hijos y a su perro.
Aquel Hitler puede personificar lo que Hannah Arendt denomina la trivialidad del mal. Este Führer va a su despacho a ordenar masacres con la contenida flema con que un pasante bancario echa las cuentas del día.
Entre ambos extremos aparece en escena Magda, la mujer del ministro, una mujer jugando el rol de la dama burguesa alemana, admiradora de un caudillo que ha sofocado la rebelión bolchevique y puesto orden en el caos, pero a la cual, por lo mismo que es una burguesa alemana y civilizada, le resultan hasta repugnantes la repetición de la guerra y el antijudaísmo criminal de su marido y su amado Conductor.
Echas las cuentas, se puede ver que Lang –vaya comprometido apellido para un director de cine teutón– ha propuesto su ficción con secuencias de documento y nos permite pensar en, por ejemplo, los bulos de nuestro tiempo y el culto que el enmascarado termina por rendir a su máscara. En fin, la verdad de las ficciones de las que se ocupó otro alemán al cual, no casualmente, trataron de cooptar póstumo los nazis: Friedrich Nietzsche.
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