El año 2016 resultó pródigo en celebraciones. La hermandad barroca de Cervantes y Shakespeare no fue la menor y resultó oportuna y pacífica. Mucho menos, los ochenta del comienzo de la guerra civil, pero así es el vaivén apacible y sangriento de la historia. Por decirlo con una letra de tango, porque la vida tiene más vueltas que la oreja.
Menos perceptible fue el hecho de que se cumplían tres siglos del nacimiento de Carlos III, que fuera rey de Nápoles y luego, de España. A él se debe la inauguración del palacio de Oriente, el único monumento madrileño en que parece evidente que esta ciudad fue la capital de un imperio. Ya declinante, sobre todo tras la guerra de sucesión, que dejó a España a merced de la creciente presencia inglesa en América Latina.
Goya nos ha dejado un modesto retrato de este rey enjuto, narigudo y con ojos de pez asustado y melancólico. Era aficionado a la caza, empuña un arma de fuego y deja en manos de inteligentes ministros la administración de lo que es un dominio en declive. Pero es también el tiempo de Jovellanos, Floridablanca y Campomanes, de Ripperdá y Boccherini, de los Amigos de País y una modesta Ilustración.
En 1776 se independizan los Estados Unidos al Norte y don Carlos decide fundar el Virreynato del Río de la Plata con capital en Buenos Aires, una ciudad inopinada, rodeada de arroyuelos pantanosos y donde, a pocas docenas de kilómetros, se acaba el imperio español, asediado por los piratas holandeses y británicos, que ya constan de un navío anual intérlope ‒léase, contrabandista– antepasado de nuestros paraísos fiscales, más el comercio monopólico de la esclavitud negra. Más allá, las pampas sudamericanas, pobladas de indígenas nómades y de ganado vacuno salvaje, que se caza en busca de cueros y luego será la base de la industria del saladero de carnes con destino a Brasil, Cuba y los estados del sur norteamericano.
La dinámica económica se Sudamérica se altera. Dominada antes por Lima y el Callao, orientada hacia el Pacífico y Panamá, se dirige ahora hacia el frente Atlántico, con base en el Río de la Plata, es decir Buenos Aires y Montevideo. Es el extremo austral del imperio, o sea de Occidente. Una marca austral de las corrientes que conectan el cono sur con Europa. Punta extrema de las corrientes y resacas de lo que está ocurriendo en el fulcro del mundo por aquellos tiempos. ¿Un eco de los Estados Unidos del Norte como Estados Unidos del Sur? Tal vez.
Lo que, pasados los años, sería la Argentina actual, no existiría sin este proyecto tardío y borbónico. Los nacionalistas del lugar detestarán siempre esta alteración de la Sudamérica de los Habsburgos –ensimismada, hispánica y católica– a favor de una geopolítica hegemonizada por Buenos Aires: liberal, cosmopolita, portuaria y, si se quiere, borbónica. No es poca cosa en estos tiempos frágiles para la Casa Real de Madrid.
Esta dinámica entre el afuera y el adentro, la sarmientina oposición entre civilización y barbarie, entre sociedad y comunidad, será el destino histórico de lo que llamamos Argentina. Un país encerrado en su mismidad y un país abierto a la alteridad. Dejarlo en manos del pequeño rey de Nápoles puede parecer una exageración, pero no conviene dejarlo en el olvido. La dicotomía entre Habsburgos y Borbones es posible que siga en pie.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.