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Henry Morgan, la vida salvaje del ‘alacrán del Caribe’

El pirata Henry Morgan, conocido por su brutalidad y tácticas despiadadas, dejó una huella imborrable en la historia del Caribe

Muy distinto al final de Walter Raleigh fue el final del pirata que mejor ejemplifica el vicio de la crueldad, Henry Morgan (c. 1635-1688), mal que pese a la justicia —incluso a la poética—. Es verdad que, de niño, fue raptado en Bristol y embarcado a empellones rumbo a las Barbados, en una de esas levas forzosas de vagabundos e indigentes o infames católicos con los que Inglaterra quería poblar su archipiélago caribeño (aunque en otras crónicas se le señala como hijo de un labrador acomodado).

Quizá fue ese el origen de la saña que luego empleó en infligir penalidades a sus congéneres —fue llamado «el alacrán del Caribe», y las baladas, después de su muerte, lo cantaban como «escoria y látigo del hemisferio»—. Lo cierto es que, andando el tiempo, patrocinado por el gobernador de Jamaica, que siempre lo surtió de cargos oficiales, de navíos artillados y de tripulaciones ansiosas, llegó a devastar metódicamente, en un ejercicio refinado de impiedad, Puerto Príncipe, Portobelo, Maracaibo, Gibraltar y Panamá.

Un monstruo de los mares

Redujo las ciudades a escombros calcinados, torturó a los hombres, violó a las mujeres y ni siquiera a los niños libró de su vesania. En Portobelo, cuyo fortín resistía con denuedo, tendió escalas contra sus empalizadas e hizo subir por ellas, como vanguardia, a frailes y monjas a los que había tomado como rehenes, y parapetado en ellos pudo iniciar el asalto.

En Maracaibo, al celebrar la victoria, con sus hombres disparando sus pistolas al aire, un chispazo hizo estallar un barril de pólvora y la popa del navío en el que se celebraba la francachela reventó en mil astillas. Morgan ordenó que se rescataran del agua, de entre los miembros de los muertos despedazados que flotaban dispersos, al menos aquellas manos cuyos dedos portaran sortijas de algún valor.

En Gibraltar, para obligar a sus habitantes a confesar dónde guardaban sus bienes, les enrollaba mechas encendidas en los dedos, les aplicaba hierros al rojo vivo en el vientre o les apretaba torniquetes en torno a su cráneo hasta que los ojos amenazaban saltar de sus órbitas. En Maracaibo añadió la variante de colgar a sus víctimas por los testículos hasta que el peso vencía los cuerpos y los órganos genitales quedaban colgando de las ramas de los árboles.

Ilustración de Howard Pyle.

El terror del Caribe

No solo era cruel, sino resolutivo: se zafó de la encerrona que, en la desembocadura del lago de Maracaibo, le tendieron tres buques españoles enviados en su persecución, lanzando contra ellos una barcaza con pez, azufre y pólvora que provocó una explosión a cuyo amparo pudo huir. En Panamá, supo esquivar la manada de toros bravos que, como último recurso, los defensores españoles azuzaron contra él y su compañía de sicarios.

Durante años, Henry Morgan fue la peste para las poblaciones litorales de la América española: la sola mención de su nombre provocaba escalofríos y la aparición de un buque con su enseña flameando al viento provocaba que las aldeas y ciudades se despoblaran, pues sus habitantes se apuraban a esconderse al interior de la selva, prefiriendo antes arrostrar los peligros de esta que la pérfida demencia del pirata.

Perseguidor de piratas

Un nuevo cambio en las tornas diplomáticas hizo que el rey Carlos II de Inglaterra, para desagraviar al rey de España, llamara a Londres al gobernador de Jamaica que había alentado a Morgan, y lo encerrara en su torre, pero al señor Morgan, con ese talento británico para el cínico reconocimiento de méritos, el mismo Carlos II lo armó caballero, lo nombró lugarteniente general de Jamaica y le encomendó la persecución a sangre y fuego de todo pirata que pudiera alterar las buenas relaciones con el Imperio español.

Henry Morgan pudo morir en Port Royal en 1688, casi honorablemente, aunque postrado en su lecho por los numerosos deterioros físicos que le procuró su vida disoluta. Su leyenda se incrementó cuando, unos años después, unos virulentos temblores de tierra a los que siguió un titánico maremoto hicieron que su tumba desapareciera tragada por la tierra o por las aguas, como si el cadáver de aquel demonio hubiera iniciado una última travesía.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.