Hoy es fácil admitir a Shakespeare como uno de los genios eminentes de las letras universales, por decir poco si cabe la expresión. No siempre ha sido así. Voltaire reconoció su genialidad pero observó su confusión y sus desmanes. El doctor Johnson, con la misma mentalidad racionalista y mesurada, no advirtió en el dramaturgo sino una suerte de extranjería poética, amante de las diferencias, lo extraordinario y lo genial, es decir de lo único. Pope fue más lejos. Habitante del mundo pasional, Shakespeare no sólo hizo hablar a la naturaleza sino que fue hablado por ella. De ahí lo original y universal de su arte. Naturaleza: universo y origen.
Todo esto se inscribe en el debate intelectual que enfrentó a clásicos y románticos en la transición de siglos, del Setecientos al Ochocientos. Stendhal lo grafica al comparar a Racine con Shakespeare y retratar la nueva centuria entre dos impulsos divergentes: el de quienes quieren seguir avanzando a partir de lo conseguido y el de quienes quieren detenerse y reflexionar sobre la herencia.
En este filo de navaja se situó el crítico inglés William Hazlitt (1778-1830), muy citado y, en español, apenas conocido. Para cubrir esta falencia, Javier Alcoriza traduce y prologa Personajes de Shakespeare (Cátedra, Madrid, 2024, 334 páginas). Desde luego, tal texto obligaba a una introducción erudita y ordenada como la que ofrece Alcoriza junto con una versión de fluidez elegante y cuidadosos detalles lingüísticos. Así podemos tomar nota de la citada polémica y recorrer la galería de retratos shakespearianos que Hazlitt propone a partir de lo que podríamos llamar lógica de las pasiones o sea una exposición analítica verbal de lo inefable como potencia de la conducta humana. Somos aquello que nuestras pasiones hacen de nosotros y que tratamos de verbalizar. De ahí la citada advertencia de Pope con la naturaleza cobrando voz inglesa en el poeta. Desde luego en él hay escasa naturalidad: el sol amanecido es una lámpara dorada, las estrellas tachonan la bóveda celeste, el insomnio es el asesino del sueño y suma que sigue. Todavía, en aquellas fechas, no se advertía la presencia del barroco, la primacía de la metáfora sobre el significado, de la retórica sobre la semántica.
Lo factible fue vindicar a Shakespeare desde el romanticismo, con August Schlegel en Alemania, Stendhal y Víctor Hugo en Francia y ¿quién lo diría? Moratín en España. Alcoriza cuestiona que Hazlitt pueda ser claramente fichado como romántico y se abre a matizar la categoría misma del romanticismo. Hay muchos campos románticos muy distintos, desde la visión restauradora de Schlegel que aproxima a Shakespeare con Calderón hasta los gestos revolucionarios de Byron y Hugo. Caben discusiones y ellas prueban que Hazlitt cobra actualidad en estos tiempos de eclecticismo posmoderno y fragmentación de las herencias, no exentos de embrollos y oportunismos. Nunca sobra averiguar lo que han dicho nuestros antepasados. Muchas veces repetimos sus hallazgos creyéndonos, por volver a Pope, naturalmente originales.
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