Aparentemente, la escritura de Alice Munro es sencilla y convenida, basada en la observación de las pequeñas vidas de las pequeñas gentes y llevada con prolijidad de principio a fin. Una lectura atenta de sus textos nos puede iluminar otro paisaje. La sutileza de esta narradora va mucho más allá de una técnica de mirada y documento para interrogarse acerca de los enigmas que la vida reserva detrás de la costumbre, y las propuestas que la literatura hace sobre la propia literatura. Todo ello, desde luego, sin histrionismo retórico ni necesidad de musculosas doctrinas.
En la pequeñez ordinaria y cotidiana de sus gentes, Alice señala los grandes temas de lo humano. Una trabajadora de frigorífico maneja todos los días docenas de cadáveres de aves para ser congeladas hasta intuir que su existencia transcurre en medio de la muerte y que aquellas carnes animales son su propia carne, ensangrentada por la misma sustancia. Una mujer toma el sol ante una piscina y, semidesnuda, seduce sin darse cuenta a un vecino que la mira y admira desde una ventana. Todo parece transcurrir entre un posible ligue y una real masturbación pero ambos descubren otra cosa: la seducción sólo es factible a distancia y es la distancia la que hace posibles a la seductora y al seducido. En la proximidad de los cuerpos estamos lejos el uno del otro.
Una mujer viaja de América a Europa y comprueba que su difunto marido tuvo una amante durante la guerra en la cual fue movilizado lejos de su país. De pronto, ella advierte que ha estado casada con un desconocido encubierto por la costumbre y la espera. Haciendo un fugaz cálculo, podemos dar con los grandes asuntos de nuestra condición: la muerte, el erotismo y la percepción del otro. Y todo con un aire narrativo que Alice presenta vestido con ropa de segunda mano.
Desde luego, estos resultados sólo se alcanzan con una fina disposición de la materia narrada. El manejo munriano de la lucidez y las trampas del recuerdo es muy fino y astuto, y la sitúa entre los grandes relatores de la memoria como el motor del cuento y la ambición de atrapar la vida en un texto. Veamos. Estoy contando, dice Alice, esta historia que tú me sabes. De repente, la interrumpo y me voy a otra historia que he de interrumpir a mi vez para volver a la abandonada. No es un juego para divertir o embrollar al lector sino una advertencia de la memoria misma: a pesar de que la narración es sucesiva, yo (la memoria) actúo fuera del tiempo donde el antes y el después conviven. Actúo en el Tiempo. De tal modo, los finales de Munro juegan a menudo a no ser finales sino interrupciones y abandonos del texto respecto de la historia. La historia, en efecto, es interminable y no cabe en ningún libro en particular ni en todos los libros escritor y por escribir. Con cierta cortesía de señora bien educada, Alice se llama a silencio, pide disculpas y nos señala, una vez más, otro de nuestros grandes temas: lo innumerable de nuestros días que son no los míos ni los tuyos sino los de todos quienes integramos la Gran Familia del Tiempo.
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