En ocasión de su centenario, es oportuno rememorar a Cornelius Castoriadis (1922-1997) como un ejemplo de las crisis intelectuales y políticas del siglo anterior, el suyo. Turco de origen griego y aquerenciado en Francia, en cuya lengua lo conocemos, ofrece un curriculum variado porque su autodidáctica se pasea por diversas humanidades, desde la economía política hasta el psicoanálisis, trufadas por la música para piano.
Conviene centrarlo en la agrupación Socialismo o barbarie, un movimiento y una revista homónima, editada entre 1948 y 1965. Se situaba en la espesa jungla ideológica y crítica del marxismo desde la parcialidad trotskista, Rosa Luxemburgo y el consejismo, bajo la influencia del austromarxismo y siempre preocupado por la autonomía del individuo y la difícil situación de las libertades en los ejemplos del llamado socialismo real. ¿Cómo repensar a Marx desde la experiencia soviética? era el motivo conductor. En el París de la época varias y tensas eran las respuestas, desde el existencialismo de la oportunidad de Sartre hasta el dogma del partido comunista de Roger Garaudy –que consideraba a los existencialistas como filósofos enterradores– y el extremado activismo del Merleau-Ponty de Humanismo y terror.
Para Castoriadis el comunismo soviético era ajeno al marxismo pero también la socialdemocracia que había vendido a la clase obrera en la llamada economía social de mercado. Ambos traicionaban la idea marxista de una revolución protagonizada por el proletariado consciente de su tarea mesiánica en la historia y rescataban las ventajas del capitalismo avanzado y reformista o la dictadura de una burocracia totalitaria, monopolio de la verdad histórica.
Así trabajó su inquietud en sus libros más sólidos Capitalismo moderno y revolución y La experiencia del movimiento obrero que desaguan en su crítica del estalinismo en La sociedad burocrática. Se trataba, en fin, de rescatar al socialismo como alternativa a la doble barbarie del mundo actual. Así fue matizando su posición hasta labrar una suerte de socialismo solitario que rescatara la libertad del pensamiento crítico ante la dictadura de lo real, de “eso que hay” ya que no hay otra cosa. Se lo puede seguir en numerosos títulos, entre ellos Lo que hace a Grecia, Las encrucijadas del laberinto, Figuras de lo pensable y La institución imaginaria de la sociedad.
Se podría encasillar a Castoriadis entre los utopistas que conciben una sociedad socializada en un mundo donde el socialismo y la revolución social parecen haber desaparecido, ya que fue siempre ajeno a las variantes tercermundistas que situaban la revolución en los países atrasados con un sujeto magmático revolucionario llamado el pueblo y la conducción de un líder providencial. Mucho menos, desde luego, si se planteaba como una variante actualizada de las religiones salvíficas. Pero lo de Castoriadis no es el utopismo, es decir la construcción de la Ciudad Ideal del No Lugar.
Más bien se puede hablar de su humanismo, de una antropología de la libertad como responsabilidad y la imaginación como espacio conciliatorio entre las pulsiones ciegas y la razón incorpórea. En este espacio cabe situar su acercamiento al psicoanálisis, primero junto a Lacan y luego de frente a él. El hombre de Castoriadis es libre en cuanto actúa de modo autonómico, es decir autofundado, y se imagina libre, crea culturas, las instituye y trata de realizarlas en clave colectiva con actuaciones críticas y cimentadas sobre una confianza en el cambio histórico, más allá de cualquier esquema de progreso preformado y sin la tutela de fuerzas ajenas a su querer autónomo y libre, como Dios, la naturaleza, la patria o la raza. Se advierte así su renovada vigencia en movimientos que se declaran favorables a la autogestión, la vida comunitaria y las vivencias minoritarias que buscan la semejanza sin renunciar a su peculiaridad.
De tal modo, su obra se sostiene tanto por su labor de estudioso del pensamiento social como por el balance de las oscuras y desgarradas experiencias de las alteraciones sociales y políticas del siglo XX. El solitario vuelve a socializarse y el pensador de una centuria conclusa puede repensarse en otras fechas, esas que vienen sin que se las llame y que llegan con vocación de pasar, de tornarse pasado: la historia humana, la única que tenemos y contenemos.
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