En los años treinta, los estudios Universal fueron los líderes indiscutibles del género de terror con tintes de ciencia-ficción. Pero no fueron los únicos en cultivar este tipo de películas. De hecho, uno de los films más recomendables de esa tendencia fue esta adaptación de la Paramount de la clásica novela de H.G. Wells, La isla del Dr. Moreau (1896), en la que el tema del científico demente e irresponsable se mezclaba con la manipulación genética –aunque ese concepto era desconocido entonces– mezclando humanos y animales con consecuencias poco edificantes.
El náufrago Edward Parker (Richard Arlen) llega a una isla de los mares del Sur dominada por la figura del misterioso doctor Moreau (Charles Laughton), quien, en su laboratorio –gráficamente conocido como Casa del Dolor–, trata de acelerar la evolución sometiendo a diversos animales a atroces experimentos para darles forma humana y luego someterlos como esclavos. Inicialmente, al sádico doctor no le hace ninguna gracia tener a un extraño husmeando en sus cosas, pero no tarda en encontrarle una utilidad: aparearlo con su única creación femenina, Lota, la exótica mujer-pantera (Kathleen Burke). Moreau arregla las cosas para que ambos pasen tiempo juntos –a ella no parece desagradarle la idea y se esfuerza por seducirlo– mientras él espera en las sombras que su plan fructifique en la forma de un niño mestizo.
Sin embargo, la llegada de Ruth Walker (Leyla Hyams), prometida de Parker, deshace el delicado equilibrio existente en la isla. Moreau intenta utilizarla también para engendrar una de sus criaturas y asesina al capitán de la embarcación en la que llegó. Los «humanimales», excitados por la muerte, se rebelan contra Moreau y siembran la isla de violencia y caos.
A Wells le disgustó el resultado obtenido, y no le dolieron prendas a la hora de cargar contra la película. Argumentaba que los cineastas habían optado por eliminar el contenido filosófico de su novela (el hombre jugando a ser Dios, creador de su propia religión para ser adorado por criaturas inferiores y sufriendo finalmente las consecuencias de sus irresponsables actos) y el carácter en el fondo idealista de su Moreau, a favor de un planteamiento más superficial, en el que se incluían un doctor sádico en exceso y una sensualidad provocativa.
No le faltaba razón, pero también es cierto que el tipo de película que tenían en mente los productores de la Paramount no pretendía ser más que un entretenimiento sencillo, en línea con las exitosas y rentables horror-movies de la Universal. Y ese objetivo no sólo lo alcanzó con creces (los espectadores de la época sí pasaron miedo), sino que tampoco se puede decir que el guión (obra del competente Waldemar Young y el novelista Philip Wylie) sea irrespetuoso con el relato original o traicione su espíritu.
Lo cierto es que el terror es un género que está muy vinculado a la época que lo suscita. Los espectadores de hoy difícilmente se revolverán inquietos en su asiento ni cerrarán los ojos atemorizados delante de una película de monstruos de los años treinta. Pero La isla de las almas perdidas, aunque no completamente victoriosa, sí consigue salir airosa de la lucha contra el tiempo gracias a su audacia y crudeza, pero también, en buena medida, por la antológica interpretación de Charles Laughton. Su calculador y sudoroso doctor Moreau no sólo es un demente amoral –como tantísimos otros científicos locos de la cultura popular– sino que inspira una especial repugnancia. El mismo Laughton declaró que desde entonces se sintió incapaz de visitar un zoo.
A Laughton le acompañan, además de los humanos, un grupo de actores de reparto encabezados por Bela Lugosi (el Recitador de la Ley) que dan vida a la horda de hombres-bestia. Irreconocibles bajo el maquillaje estaban futuras estrellas como Alan Ladd, Randolph Scott y un Larry «Buster» Crabbe al que volveremos a encontrar dentro de unos años encarnando a Flash Gordon.
Los efectos visuales y las técnicas de maquillaje han avanzado muchísimo desde entonces y el trabajo de Wally Westmore en la creación de las criaturas de Moreau, una mezcla grotesca de hombre y animal, se antoja algo tosca y falta de sutileza, pero ello no le resta efectividad. Como prueba, esa escena en la que una de esas decadentes bestias –interpretada por Hans Steinke, campeón mundial de halterofilia en 1928– casi empieza a salivar cuando ve a la novia de Douglas llegar a la isla. Más tarde, la acechará en su dormitorio en otro pasaje memorable.
A pesar de adolecer de algunos de los rasgos típicos de las películas de los años treinta (ausencia de banda sonora de fondo para crear ambiente, interpretaciones amaneradas y diálogos floridos), La isla de las almas perdidas está impregnada de una intensa atmósfera de terror y degeneración gracias al rodaje en exteriores –muy inusual en aquella época– en el que el director de fotografía, Karl Struss, pudo demostrar el talento que lo convirtió en uno de los mejores de su profesión.
Es más, sabemos que lo que realiza Moreau no son frías manipulaciones de tubitos de cristal con ADN, sino dolorosas y sangrientas operaciones quirúrgicas; y aunque la película restringe mucho la violencia explícita, las mutilaciones que se efectúan fuera de la vista del espectador, indicadas con los espeluznantes gritos en off de los «humanimales», son incluso más perturbadoras que si se hubiera optado por mostrar litros de sangre y miembros amputados. De hecho, los posteriores remakes que se estrenaron en 1977 y 1996 (con Burt Lancaster y Marlon Brando respectivamente en el papel de Moreau) demostraron que la historia no mejoraba por la mera adición de efectos visuales o despliegues de violencia más gráficos.
Y sin embargo, el director se las arregla para transmitir al espectador un sentimiento de compasión por los monstruos, en el fondo criaturas torturadas e infelices, víctimas de un supuesto progreso científico. Ello no salvó a la cinta de la tijera de los sectores bienpensantes. Seductoras mujeres–animales tratando de seducir a humanos, sanguinarios y crueles procedimientos quirúrgicos para producir aberraciones naturales, alegorías religiosas… Resulta chocante que ya en su momento, a finales del XIX, la dura y polémica novela de Wells acusara en sus cifras de ventas los remilgos de una parte de la sociedad que consideraba la vivisección una práctica bárbara. Casi cuarenta años después, su adaptación cinematográfica fue también considerada de excesivo mal gusto. Su proyección no se autorizó en Inglaterra (según se argumentó, debido a las leyes allí vigentes prohibiendo la vivisección), Nueva Zelanda y algunos estados ultraconservadores de Estados Unidos hasta finales de los sesenta. Tal censura tuvo repercusión directa sobre la rentabilidad económica de la película, tardándose más de lo previsto en recuperar el coste.
¿Cómo fue posible que Erle C. Kenton, un artesano de la industria cinematográfica de estilo más bien neutro, fuera capaz de dirigir una película tan redonda y a su manera tan transgresora como La isla de las almas perdidas ? En realidad, no es algo tan sorprendente. Tan sólo fue necesario reunir a un equipo de gente eficaz y competente para desarrollar una historia ya de por sí sólida y sin las trabas que poco después impondría en Hollywood el puritano código de censura Hays.
Una vez más, es gratificante comprobar cómo a veces los tropiezos económicos nada tienen que ver con la calidad de las obras. La isla de las almas perdidas es una obra maestra del terror de los años treinta. Se trata de una película al mismo tiempo extraña, estimulante y de una belleza perturbadora, cuyos ajustados setenta minutos de duración no podrían haberse aprovechado mejor.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.