Brock es un asesino y se le nota feliz. El psiquiatra lo observa. Intercambian unas pocas frases de tanteo. Suficientes para que el médico piense la palabra “violento”. Brock, que sabe de qué va la cosa, adivina su pensamiento. Con la sonrisa que siempre le acompaña desde que está en prisión, le explica: “No, sólo con las máquinas que chillan y chillan”.
Su primera víctima, cuenta Brock, fue el teléfono. “Luego maté a tiros al televisor”. El psiquiatra le interrumpe. Es preciso concentrarse en el primer caso, allí donde empezó todo. ¿Por qué alguien comenzaría a odiar el teléfono? Por supuesto, la cosa viene de la infancia, y de un tío que lo llamaba “la máquina de los fantasmas”. El teléfono era un triturador, “le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad”. Así era muy fácil ganarse enemigos, “el teléfono cambia el significado de las frases”.
El teléfono no era el único problema. Estaba la televisión, la radio, las películas con publicidad. También estaba la música. Por todas partes. Y los intercomunicadores. Y las radiopulseras, irresistibles para cualquiera. “Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada”. Viajar en autobuses llenos de gente era un infierno. Que si cariño estoy en la calle 47, cariño ya voy por la 48, cariño ahora en la 49…
Brock se justifica: “Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, a la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: ¿Dónde estás ahora, querido?, y un amigo me llama y dice: ¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo… Y un desconocido me llama y grita: Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante? ¡Bueno!”.
Así que un día ya no pudo más y estalló. Reventó el intercomunicador de la oficina. Inundó con helado de chocolate la radio. O sea, comenzó una revolución por su cuenta. Hasta que se metió en un autobús con un aparato de interferencias y dejó a todo dios sin radiopulseras. ¡El pánico! Toda aquella gente sin poder hablar con nadie más que con el resto de personas a su alrededor. Silencio. Caos. El autobús tuvo que parar y la policía se llevó al alborotador.
Brock sigue contando fechoría tras fechoría durante un buen rato. El psiquiatra lo mira unos segundos pensativo: “¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar las consecuencias?”.
Por supuesto que lo está. La revolución no ha hecho más que comenzar. Aunque, la verdad, hasta para Brock será una pena tener que acabar con todo aquello que prometía un mundo mejor. Pero la gente confundió la calidad con la cantidad, como siempre. “Era tan agradable al principio. La sola idea de esas cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía divertirse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro”.
En cualquier caso, la revolución la tendrá que hacer otro. A Brock va a ser difícil salvarle del lío en que se ha metido. O eso deja entender Ray Bradbury, que es el que cuenta la historia en un relato de 1953: “El asesino”.
Hay que ser un profeta para avisarnos de lo enfermizo que iba a ser esto de la saturación en las comunicaciones. Tan profeta que, ciertamente, apenas quedarán dos o tres Brock destrozando transistores con helado de chocolate de aquí a una generación. Hoy ya es el día en que la cualidad más valorada por los medios de comunicación es su potencia invasiva.
El proceso es conocido: primero, fueron las páginas web capaces de reunir en un solo canal texto, voz, imagen y vídeo; luego, la posibilidad de acceder a ellas y a sus primas las aplicaciones desde cualquier lugar con un único dispositivo móvil.
El siguiente paso está siendo la integración en lo digital de las vidas privada y pública en una única plataforma. Con su millones de usuarios, Facebook se ha ganado el derecho a monopolizar la convergencia entre conversaciones personales y el discurso público.
El discurso propagado a través de un medio tradicional es impersonal y unidireccional, pero en las redes sociales se crea la ilusión de interactividad: cuando un personaje famoso, generalmente encarnado en su equipo de community managers, cuelga un texto o imagen en la red social, la audiencia siente la necesidad de comunicarse personalmente con esa figura fantasma, y a tales efectos se le permite hacer los comentarios que quiera.
A la gente parece no importarle que sus palabras se pierdan en una tromba de cientos o miles de textos en apenas unos minutos que nadie va a leer.
Hace ya algunos años, Randi Zuckerberg, la que fuera responsable de marketing de Facebook hasta 2011 y hermana del fundador de la red social, explicaba así la dinámica de la plataforma: “Los usuarios de Facebook se unen a grupos para debatir las cuestiones, temas y actividades que son importantes para ellos. Se convierten en seguidores de los famosos, marcas, personalidades públicas y empresas”.
No hace mucho, todavía se podía pensar que alimentar la vida pública con chismes y simpatías privadas era populismo. Hoy, comienza a pensarse que no hacerlo es falta de actitud y se penaliza con la ausencia del éxito en cualquiera de sus formas social, económica y/o política.
El resultado de esta tendencia es un incesante batiburrillo en que se homogenizan opiniones, chismes, chascarrillos o noticias que podrían estar en la portada de un periódico pero que ya no importa demasiado dónde se coloquen. Porque el valor principal ya no reside en la información, sino en la actividad del medio.
Facebook se ha convertido en la referencia para este proceso. Los hábitos de “consumo” de información de los últimos años ha obligado a que las noticias de la “gran prensa” puedan mezclarse con las vidas particulares de famosos y amigos personales en una misma portada: el muro de la red social.
La tendencia ha sido tan bien recibida que está arrastrando consigo a cualquiera. Los medios ya no pueden conformarse con ser sólo herramientas de comunicación. La red social les obliga a convertirse en ecosistemas, y todos han de interrelacionarse bajo una única biosfera digital. Deben crear sus propios foros y al mismo tiempo sumergirse en la corriente que los arrastre por las grandes redes sociales, investigar nuevas maneras de relacionarse con la audiencia y pagar a community managers que cuiden la difusión.
Atraer a más público, si lo que prima es la actividad y no la información, pasa por potenciar la participación. Y eso exige eliminar los filtros tradicionales que garantizaban la calidad del contenido. El objetivo es que “la gente sienta el espacio como suyo, como un lugar de pertenencia y de referencia personal y comunitaria”. Sólo así puede tener éxito la fusión de lo público y lo privado.
Quitar filtros no aumenta la transparencia informativa; al contrario, hace que las aguas fecales se distribuyan por toda la red de suministros. El escaso tratamiento de la información que permiten las redes sociales sigue las mismas pautas de todo producto de consumo: superficialidad y rapidez; “retazos de realidad de unos pocos bits, noticias que en segundos se difunden en el mundo interconectado para hacerse un hueco durante también apenas unos segundos en el magma de información en el que vivimos”.
El único juez es la viralidad. Basta consultar cualquier teoría clásica de la comunicación para saber que un contenido tiene más difusión cuanto más difuso es. O sea, el mejor contenido en los tiempos de la red social es el que está vacío de todo contenido; la audiencia recibe nada y es libre de proyectar en ella lo que quiera, por eso la nada le gusta a todo el mundo.
La dinámica de la red social penaliza la reflexión y el análisis profundo. Su estructura de continua actualización promueve la revisión obsesiva de titulares y comentarios urgentes imposibles de revisar o contrastar.
Obviamente, siempre hay excepciones, pero proceden de los residuos analógicos, las mentes acostumbradas a otra época, los nostálgicos de su belle époque particular. Siempre hay una generación en transición que suaviza el impacto.
Es posible argumentar que la desconexión es una opción para el que la quiera. La misma que tiene uno al que un listillo ha sembrado el jardín de trampas para osos; nadie le obliga a pisarlas.
El bombardeo incesante de información debilita al individuo; el desarrollo de un yo sólido exige mucha energía, la que debe emplear el cerebro para funcionar en modo consciente. Cuando se lo satura porque los estímulos no cesan, porque hay pantallas y ruidos por todas partes, la única opción es el modo automático. “Agotamiento del yo”, lo llaman. La persona es entonces un pelele que sucumbe al medio. Y el medio, a día de hoy, respeta los trucos del neuromarketing.
Las opciones personales no sirven para reflexionar sobre un fenómeno, encarnado en Facebook, que encandila a un creciente porcentaje de la población mundial. Una de cada dos personas si sólo se cuenta a quienes tienen acceso a internet. La red social es una trampa que será imposible de ser superada por las nuevas generaciones que crezcan en ella.
Esa red social en que todo se integra, se mezcla y se confunde, no es una opción al ritmo en que se suceden los acontecimientos. En breve, será una obligación. Los medios ya no pueden valerse de la difusión tradicional, en que uno escribe y los demás escuchan; antes, para escribir una carta al director, existía no sólo un filtro, sino tiempo para reflexionar sobre lo que se enviaba. Una persona poco acostumbrada a que su nombre pudiera estar en un lugar público era un asunto serio, y había que cuidarlo. Hoy, todo es tan próximo, tan familiar, que el discurso del cani pareciera ser lengua franca.
Cada persona se comporta de una manera diferente según las situaciones, o al menos así era hasta ahora; uno no es igual en familia que en el trabajo, no dice las mismas cosas en una reunión de amigos que en una conversación con su pareja. No se cuenta el mismo chiste a la madre que a un desconocido en un bar.
En la red social, la mezcla de audiencias facilita la propagación del error. El obstáculo de inicio es que todo es para todos mientras no se muestre lo contrario. Ni siquiera configurando la privacidad, que es mínima por defecto, está uno libre de equivocarse y olvidar quiénes pueden ver sus publicaciones, sobre todo ante aquellos contactos que no hacen comentarios y tienen un perfil de apariciones bajo.
El error es grave desde el momento en que las actividades de un usuario de Facebook están asociadas con un perfil que, al contrario que otras aplicaciones en red donde prima el anonimato, está ligado a su vida real. Y como tal se diluyen las diferencias en el último y definitivo proceso de integración con que habrá de cerrarse el círculo: la vida digital y la vida real.
Es difícil no acabar el día sin haberse topado con alguien que, en eso que todavía se llama mundo real, nos muestra al último gatito que se ha descubierto haciendo cosas impropias de cualquier gato con un mínimo de dignidad. Como apunta Jaron Lanier en Contra el rebaño digital, “los vídeos de bromas insustanciales y los popurrís intrascendentes pueden parecer triviales e inofensivos, pero, en conjunto, esa forma de comunicación fragmentaria e impersonal ha degradado la interacción personal”.
Sería apropiado hablar aquí de que la red social no es más que el reflejo de una realidad externa en que la comunidad ha perdido el sentido de la excelencia en prácticamente todos sus niveles. Y sería correcto. Pero, como ocurre con todo medio de masas, la sociedad no sólo lo moldea, sino que se ve moldeada por el medio.
Es de lo que habla Guy Debord al referirse a la sociedad del espectáculo, donde lo irreal ya no es un complemento de la realidad, sino que la penetra de tal modo que el espectáculo se convierte en la realidad misma: el individuo se identifica con el modelo impuesto desde las pantallas, copia los gestos del famoso y viste como visten los personajes inventados por alguna corporación. El triunfo es para quienes dejan de ser, incluso de tener, para sólo parecer. Y si uno ve que los que triunfan enseñan gatitos, pues eso.
Un individuo se consolida cuando dispone de tiempo para aislarse de la corriente social. Se explora a sí mismo, descubre sus cualidades y trabaja para reforzarlas. Un yo bien afirmado es capaz de sumergirse en la masa sin diluirse en ella. Desde detrás de su membrana, puede interactuar sin ser aniquilado. Extrae del medio lo que le permite seguir creciendo y al mismo tiempo lo enriquece con sus aportaciones, cuya calidad depende de la capacidad para asimilar y transformar lo recibido. Crea algo nuevo a partir de lo viejo y regenera el ambiente.
Lanier es un idealista que viene de antiguo y creyó en la utopía ochentera de la red. Aún tiene esperanzas. Invita a rebelarse desde la creatividad. Por ejemplo, dice:
- Crea un sitio web que exprese algo sobre ti que no encaje en el molde disponible de una red social.
- Cuelga de vez en cuando un vídeo cuya creación te haya exigido cien veces más tiempo que el necesario para verlo.
- Escribe una entrada de blog que te haya exigido semanas de reflexión hasta que has oído la vocecilla interior que necesitaba salir.
- Si tuiteas, trata de innovar buscando una forma de describir tu estado interior en lugar de recurrir a sucesos externos, para evitar el peligro de creer que los sucesos descritos objetivamente te definen, de la misma manera que definirían a una máquina.
Pero, en fin, todo esto no es más que presente. El futuro no pasará por una realidad contaminada con pantallas y comunicadores por doquier a los que uno se engancha. Eso es ahora. Sólo se trata de una fase de transición.
El futuro será una pantalla que se habrá tragado lo que queda de realidad. Una pantalla colocada frente a los ojos tres cuartas partes del día, enviando la vida de uno a los demás y recibiendo la de los demás al instante. Será entonces cuando la gente responda al saludo de los pocos Brock que queden en el mundo: “Todos estamos bien, demos gracias a Google Glass. ¿Y tú? ¿Quieres que te ayude la Oficina de Salud Mental? ¿No? ¡Pero anímate! Toma mis gafas. Mira. Que sale un gatito”.
Imagen superior: Pixabay.
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