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Vaivenes del Oscar

Los aficionados con edad bastante para evocar el cine de los sesenta (década de 1960) podemos observar cierto proceso de aridez en el séptimo arte de hoy. Entonces teníamos tendencias y espacios bien delimitados: la escuela sueca, la nueva ola francesa, el neorrealismo italiano, el cinema novo brasileño más la incorporación del Oriente que los occidentales consideramos extremo. ¿Qué se hicieron las nieves de antaño?

Arriesgo algún esbozo teórico. El cine no tuvo más remedio que ser novedoso y experimental por su hecho nativo: el único arte inventado de raíz en el siglo XX, sin peso tradicional, sin soportes de herencias, en fin: sin historia. Como todo lo nuevo, ha envejecido y recuerda la edad de oro, según suelen/solemos hacer los viejos.

Además, el remedio a la senilidad no le viene de sí mismo sino de la televisión, cuya relación con el cine es mera apariencia, en lo estético, lo técnico y lo social. La televisión ha popularizado la fotografía en colores más real que la Realidad, es decir que ha banalizado la imagen. Ha reducido la composición a planos medios, forillos y tomas callejeras, con lo cual ha empobrecido las opciones narrativas. Ha pervertido el gusto, de modo que una película en blanco y negro parece una antigualla defectuosa como en su momento pareció el mudo ante el sonoro. Por fin, ha convertido el hecho de ir al cine en algo molesto que puede ser sustituido por la televisión o, lo que es peor, por el teléfono móvil. Hemos pasado de la grandeza del cinemascope a la pequeñez de la miniatura doméstica.

Para compensar el panorama, la crítica suele imaginar novedades y promoverlas a premios y recomendaciones boca a boca. Doy un par de ejemplos, dos filmes de gran dignidad en cuanto a producción y artesanía pero que me parecen rutinarios y convenidos, a la vez que han sido ofertas de novedad y agudeza. Me refiero a Parásitos, de Bong Joon-ho, y a 1917, de Sam Mendes.

Lo de Bong ¿es tan revulsiva que llega a lo inclasificable? Creo que, más bien, todo lo contrario. Es, en gran parte del relato, un sainete farsesco y pícaro encerrado en una casa de familia burguesa acechada por una familia arribista, como tantas veces nos lo mostró el cine costumbrista y realista italiano. Hasta el hecho de que el medio social evocado, el coreano del sur, resulte completamente occidentalizado, para completar el símil. Lo que ocurrió al director fue que no supo rematar la historia en el registro inicial y le pegoteó una deriva de thriller tremendista y sanguinario. Se trata de una adición de dos códigos distintos y sucesivos, no de nada inclasificable.

En el caso de 1917, admirable ejercicio de reconstrucción de la destrucción bélica, cumplido con toda la disciplina técnica de hoy, el elogio fuera de lugar proviene de su pretendido antibelicismo. Cabe decir lo contrario: la historia del heroico joven inglés capaz de desafiar triunfalmente la violencia artillera y la canallería de los alemanes, toda ella es un canto épico a la guerra como escenario donde desplegar las grandes virtudes nacionales del imperio británico.

En ambos filmes, de modo inopinado, se nota el mismo quiebre de la estructura narrativa: un suspense muy bien esbozado se malogra por la repetición del efecto salvador. En Bong, la familia logrera escondida en la casa de la familia burguesa, no es descubierta por más riesgos que corra. Y en Mendes, el soldado inglés, por tremendos que sean los obstáculos, tampoco será vencido por ninguno. No hay cañonazo que lo alcance y el mensaje que ha de entregar, no obstante que el chico debe sumergirse en la corriente de un río, llega seco y legible a destino. En ambos casos, el espectador se puede instalar en la comodidad de lo previsible y esto debilita la tensión del cuento.

Cuando una obra está bien hecha según el hábito profesional, no hace falta colgarle medallas al mérito inexistente. Basta con reconocerle el que ha conseguido. Bueno es lo que obedece a las buenas costumbres. Lo demás es cosa de lo óptimo genial, lo que tenían los fundadores del cine, obligados por la enorme novedad de la fotografía en movimiento, que hizo caminar a las Meninas y reír a carcajadas a la Gioconda.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")