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Roland, el intermitente

El nombre de Barthes evoca la era estructuralista, pero es una evocación equívoca. En efecto, ¿qué tiene que ver con las investigaciones de Lévi–Strauss, la erudición preciosista de Foucault, el neopositivismo de Althusser o los laberintos de Lacan?

¿Qué tiene que ver con cualquier posible clasificación? En cuanto a su paso por la ciencia, en su seminario de semiología, queda una de sus tantas inclinaciones intermitentes,mas no una ciencia del signo. Para Barthes, estamos llenos de signos y podemos considerarlos poniéndoles un cerco, la estructura. Es entonces cuando dejan de ser meros signos funcionales, entretejidos unos con otros,y empiezan a significar, clamando por algunas claves de lectura. Las que empleó podían ir desde Saussure a Marx y Freud pero descentrando el trabajo, o sea, dejándolo en libertad.

En uno de sus libros más válidos y una de las piezas decisivas en materia poética del siglo XX, Le dégré zéro de l’écriture (1953), nos da la clave para seguirlo sin dejarse atrapar, líder solitario. No la literatura, tampoco la escritura sino el texto, el tejido de signos entre un blanco y otro, entre el habla cotidiana y la retórica institucional de la historia literaria, un paisaje nevado, con la blancura del comienzo.

Lo imagino como Mallarmé, acuciado por la palabra en la noche de la ciudad dormida, viendo diseñarse el día en el cristal de la ventana donde un pájaro exótico choca con insistencia. La palabra inédita. Más que en sus trazos temáticos –MicheletSadeFourier, Loyola–, más que sus intentos, hoy prescindibles, de una lectura microscópica, talmúdica, bizantina y jesuítica de las gacetillas de la moda o la historia de Sarrazine contada por Balzac: en las intermitencias de sus mitologías, de sus ensayos críticos dispersos y rejuntados, en el impecable prólogo a Racine, auténtica fenomenología de la tragedia cortesana barroca.

Lo mismo, en la difícil búsqueda de sus maestros. Fuera de Algirdas Greimas, que lo inició en la lingüística del racionalismo saussuriano, nadie. Lo mismo, en sus gestos políticos, cuando intentó sintetizar izquierda y vanguardia en el teatro de Brecht, pasó la Segunda Guerra Mundial en una clínica, sin enterarse, se encogió de hombros ante la teatralidad de Mayo del 68 o se aburrió en la China maoísta que fascinaba a sus compañeros de Tel Quel, momentos antes de fascinarse por las luces de la Ciudad (léase Nueva York).

Quizá lo atrajo más el «imperio de los signos» japonés, recamado, justamente, por ideogramas indescifrables para él, pero vigentes en una bandeja de diminutos platillos de comida a medio cocer o en la necesidad de convertir la hora del té en una ceremonia litúrgica.

Arriesgo que a Barthes lo atraía la persistencia del mito, disimulado en las estrategias del mercado capitalista y en el inagotable mito que es la palabra, siempre a punto de decirlo todo y sin decirlo del todo. Dicho de otro modo: la dispersión de la historia anudada, intermitentemente, en algunos puntos que, densos de sentido, actúan como mitos y, según el dictamen de Valéry, se disuelven por un exceso de precisión en los términos. Un exceso poético.

Lo que persiste en Barthes es, con sencillez clásica, su ejercicio de la literatura, un intersticio que busca un espacio de libertad entre la rutina del habla y la servidumbre de la retórica. Entre, de nuevo, Valéry y Sartre: de la libertad anárquica del solitario que enhebra epigramas y silencios, y la sofocante adhesión al compromiso de una moral que, fatalmente, es la elección de la palabra que fija su tarea al escribirse, una ética del lenguaje.

En un tiempo que hizo de la vanguardia una academia, prefirió volver sobre la pulcritud exigente de la tradición francesa: los moralistas del barroco, la severa voz de ultratumba de Chateaubriand, la insolencia de la tentativa en Montaigne y la morosidad de Proust, buscando el hilo de Ariadna que lo haga salir o lo encierre y proteja para siempre en la página por escribirse. Zafarse de todo casillero para perdurar en la curiosidad del lector. Fue, ante todo, eso: un lector. No aplicado a la monografía ni a la disciplina de procedimientos tan infalibles como obvios. Tampoco, a la rigidez científica, formal y abstracta, de tantos coetáneos que se encarnizaron con la lectura para dar cuenta de ella en comentarios ilegibles. Más bien, en lo legible del inagotable enigma del signo.

No casualmente, en su madurez se asomó al tema del amor, que ocupó su seminario de 1974/5 y dio lugar a sus Fragments d’un discours amoureux, jugando con el adjetivo amoureux: amoroso, enamorado. No se trataba del amor, cosa de teólogos, moralistas o filósofos, o de la experiencia individual, intransferible al lenguaje, sino del inefable amor, del que sólo conocemos el nombre, seguramente caedizo y provisorio, y que da lugar a prolíficas literaturas, al menos en Occidente. Un discurrir entre la poesía de la cortezia provenzal, las desdichas de Werther y las canciones de Schumann en su Amor de poeta.

Me permito un recuerdo personal, el de sus clases de aquel año, al fondo de una mansión proustiana, en la Rue Tournon, entre el bullicio cubano de Severo Sarduy y lo taciturno argentino de Edgardo Cozarinsky. Llevaba una gaveta con fichas numeradas que iba desgranando, número a número, entre lentos cigarros y rápidos cigarrillos, a veces con una mano en la frente, para señalar sus habituales migrañas. Hablaba con una voz timbrada de antiguo barítono de cámara, lento y certero, como si estuvierameditando con cuidado lo ya meditado.

Tenía la seducción de los tímidos, que tomaba distancia para ser seguido. Ahora, cuando tengo la edad que alcanzó al dejarse morir, huérfano de madre –de padre lo fue siempre– tras un accidente de camión callejero, lo veo más claro, tanto como esa melancólica chambre claire en uno de sus últimos libros. Deja de hablar y me mira, interrogante, acaso pidiendo que le pregunte algo que no sabe. ¿Qué otra cosa está haciendo, desde siempre y para siempre, un auténtico escritor?

Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en ABC. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")