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«Los diarios de Adán y Eva», de Mark Twain

Mark Twain, además de un espléndido narrador y periodista, fue ese amigo burlón y generoso que, sin ocultarse nunca en una torre de marfil, coloreó nuestra imaginación con viajes, aventuras y batallas de juventud.

Ya ha pasado el tiempo necesario para hacer balance, y podemos decir con conocimiento de causa que nos hallamos ante uno de los escritores más influyentes de Estados Unidos ‒hay que decirlo sin titubear, dado que este es el país de Henry JamesWalt WhitmanEdgar Allan PoeHermann Melville y Ernest Hemingway‒. Twain siempre llena hasta el borde nuestro vaso. Sabe cómo contentar al lector, no sólo por su oficio literario, sino por la calidez humana que sabe transmitir a cada página. Por entre líneas se cuela, abierto al mundo, ese humor tan peculiar con el que más de una vez ocultó la tristeza de su vida extraliteraria.

Esto último tiene su importancia a la hora de comentar Los diarios de Adán y Eva. Veamos: el primer avatar de esta obra (Extracts from Adam’s Diary, Harper & Brothers, 1904) llegó al público bajo la apariencia de un relato sonriente. Parece que el personaje de Adán es un trasunto del propio Twain, y ello explica que Eva lo sea de su esposa, «Livy». Sin embargo, como ahora veremos, la obra alberga emociones que van más allá de unas ingeniosas escenas de matrimonio.

«Livy» ‒Olivia Langdon Clemens‒ murió el 5 de junio de 1904 en Villa di Quarto, Florencia, coincidiendo justamente con la edición de este libro. Ella había sido la mano derecha de Twain a lo largo de treinta años, encargándose de corregir sus textos, discutir cada idea y aplaudir cada nuevo éxito.

Aquella fue una tragedia anunciada. En 1897, la hija mayor del matrimonio, Olivia Susan, había fallecido a causa de una meningitis. La pérdida resultó devastadora para la salud física y psicológica de «Livy», quien nunca llegó a sobreponerse. Tampoco lo consiguió Twain, quien encadenó la depresión originada por la muerte de su hija con la tristeza que supuso la pérdida de su esposa. En 1909, el abatimiento del escritor empeoró cuando murieron su tercera hija, Jean, y uno de sus mejores amigos, Henry Rogers.

Si tenemos en cuenta este contexto, resulta aún más conmovedor leer los pasajes ‒digámoslo así‒ amorosos de Los diarios de Adán y Eva. En especial, cuando Adán recuerda a su compañera: «Dondequiera que ella estuviera, allí se hallaba el Paraíso».

Más allá de estos apuntes biográficos, el libro es una versión sumamente original del Génesis. Twain era presbiteriano, pero como creyente siempre se mostró heterodoxo y desconfiaba de las revelaciones y de los credos organizados. Esto se refleja con claridad en esta obra encantadora, protagonizada por un Adán que ‒para escándalo de ciertos lectores de su tiempo‒ recorre el Edén con espíritu científico. Un espíritu que incluso le hace preguntarse por la naturaleza de sus retoños, Caín y Abel: «He estado comparando al animal nuevo con el antiguo ‒dice‒ y está clarísimo que son de la misma raza. Tenía pensado disecar a uno de los dos para incluirlo en mi colección, pero a ella le ha parecido mal, por el motivo que sea, así que he renunciado a la idea, aunque lo considero un error. Si se nos escapasen los dos, sería una pérdida irreparable para la ciencia.»

La magnífica traducción de Gabriela Bustelo conserva el estilo chispeante, fluido e ingenioso de Twain, y consigue que la lectura sea en todo momento una experiencia feliz. Por otro lado, la calidad literaria de la obra se realza gracias a una edición sobresaliente, en la que desempeña un papel protagonista su ilustradora, Sara Morante, una artista admirable que no defrauda nunca, y que en estos Diarios despliega su maestría habitual.

Sinopsis

Un clásico de culto donde el ingenio y el humor, salpicados de momentos de profunda melancolía, alcanzan cotas de ironía y mordacidad insospechadas.

Sin perder un ápice de su habitual ingenio y su encanto particular, Mark Twain nos presenta en este breve relato cómico los avatares y problemas que generan la vida en pareja y la convivencia, no siempre fácil, aunque sea en el Paraíso. A través de los relatos paralelos de los padres de la humanidad, y con un texto que combina en igual medida diversión y profundidad, primero Adán y luego Eva nos hacen partícipes de unas cuitas que, a decir verdad, no son muy distintas de las de cualquier relación de nuestro tiempo.

Mark Twain (pseudónimo literario de Samuel Langhorne Clemens) nació en 1835 en la pequeña aldea de Florida, en el estado norteamericano de Missouri.

Y creció en Hannibal, un puerto fluvial próximo al río Mississippi, lugar que inspiraría muchas de sus obras. A los doce años, debido a la muerte de su padre, el abogado John Marshall Clemens, tuvo que abandonar sus estudios para ayudar económicamente a su familia. En su primera juventud trabajó en una imprenta. Con dieciocho años abandonó su hogar y se dedicó a viajar. Fue así como empezó a escribir breves relatos de viajes y a publicarlos en el Journal de Muscatine, que pertenecía a su hermano mayor. En los siguientes años fue tipógrafo en Nueva York y Filadelfia, y aprendiz de piloto en un barco a vapor, hasta que la Guerra de Secesión imposibilitó por completo la navegación. Se alistó entonces durante un corto periodo de tiempo en el ejército de la Confederación, abrió su propio negocio de maderas, probó suerte en las minas de plata de las montañas de Nevada, y trabajó como periodista en el Territorial Enterprise de la ciudad de Virginia. Fue en 1863 cuando empezó a firmar sus obras bajo el pseudónimo de Mark Twain, nombre que hace referencia a una expresión típica en los cantos de trabajo del río Mississippi, y que significa «dos brazas de profundidad», es decir, el calado mínimo necesario para la buena navegación. Su primer éxito literario lo conseguiría en 1865 con el cuento corto «La famosa rana saltarina de Calaveras County», pero su fama se consolidaría con la publicación en 1876 de Las aventuras de Tom Sawyer, que tendrían una continuación en 1884 con Huckleberry Finn. De esa época data también otra de sus obras maestras, Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889).

En 1893 Twain se arruinó completamente tras la inversión en una imprenta automática, y se vio obligado a dar conferencias por todo Estados Unidos y el resto del mundo para recuperarse económicamente. Esto, junto a otras experiencias negativas que azotaron a su familia, fue lo que le hizo pasar de un estilo inspirado en el humor a un oscuro pesimismo. De esa época datan sus obras más sombrías: El hombre que corrompió Hadleyburg (1899), o Los sinsabores de la vida humilde (1900).

Considerado por autores de la talla de William Faulkner o Ernest Hemingway como «el padre de la literatura americana», Twain, que se sirvió de su propia vida para encontrar la inspiración literaria, hizo oír su protesta en una época en que la vida en los Estados Unidos estaba dominada por el materialismo y la corrupción.

Falleció el 21 de abril de 1910, en la ciudad de Nueva York.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.