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En honor de Santos Juliá

La reciente muerte de Santos Juliá (1940-2019) es buena excusa para una razón perdurable de lectura: sus Historias de las dos Españas. La propuesta que podríamos llamar política de este libro es la definición de la democracia constitucional posterior a la dictadura de Franco como síntesis que supera un antagonismo histórico, el de dividir a España en dos de tal modo que cada mitad se considere la auténtica y trate a la otra mitad como extraña, intrusa y dañina de la identidad nacional.

Razones materiales desplegadas en el tiempo hay para todos los gustos. Siempre en torno a la imagen de una España tardía se pueden anotar: que llegó tarde a demarcar la frontera austral de Europa, su contacto con África; que llegó tarde al absolutismo y nunca la corona unió realmente las partes apartadas –valga el oxímoron– del laberinto español; que se llegó tarde a construir un capitalismo industrial por la debilidad de la clase burguesa, y por la fortaleza del militarismo y la burocracia, ambos con vocación de gasto y baja productividad.

Pero lo que importa a Juliá es la repercusión de estos procesos históricos en la paralela historia de las mentalidades. Se trata de estudiar cómo se definió a España, cómo se imaginó el sostén de dichas definiciones y cómo se convirtió ese proceso, naturalmente dinámico, en un estático conjunto de ideologías. Definir España como una esencia era, justamente, petrificarla como tal en un espacio sin historia. Lo que la transición de 1978 consiguió fue historizar las dos Españas de modo que fueran la una relativa a la otra, que pudieran escucharse y pactar. Con esto, España dejó de constituir un ser para poner en marcha un devenir. Mejor dicho: hacer aceptar a todos los españoles un sistema de convivencia en devenir. No somos lo que somos y siempre hemos sido, sino que vamos siendo algo que, tal vez, no existe ni existirá definitivamente nunca, salvo que lo convirtamos en un monumento, hecho de materia inorgánica, muerta. Con ello volvemos a otro de los tópicos de la hispanidad: el culto de la muerte y de los muertos, su paradójica vitalidad propia de un pueblo de guerreros, de gente que gasta en la guerra lo que no produce en la paz. Un país del lujo, del excedente social, de paladines y de artistas que no trabajan ni ahorran. Un país de genios que no estudian. Un país de caudillos que sólo saben acaudillar y para qué más.

¿La transición se ha frustrado o sigue en pie sin llegar a un punto definitivo, como todas las empresas humanas? Una nubarra de dudas ensombreció las últimas convicciones de Santos Juliá. El esencialismo, lo inmemorial de entidades como España, Cataluña o el País Vasco, resurge y no siempre con entusiasmo pacífico. Las multitudes que se entusiasman se parecen demasiado a una tropa y resultan fáciles de encolumnar hacia una trinchera. El matiz contemporáneo es que ya no hay visibles trincheras y, sobre todo, no hay conductores que guíen a los entusiastas más allá de la lúgubre fiesta de la destrucción.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")