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El secreto de Chesterton

«El criminal es el artista creativo; el detective, tan sólo el crítico».

Cómo un escritor católico converso y conservador logra ser en 1910 más destróyer y transgresor que la mayoría de los que hoy se esfuerzan en fingir un sudor obrero que maquille su aristocrática sed de gloria es algo que me ha dejado sonado desde la primera página de este libro.

Llevaba tiempo buscando una compilación en inglés con todas las historias detectivescas del cura creado por Chesterton. Es el primer título que he empezado a explorar de los adquiridos ayer y enseguida he comprendido que de niño, cuando leí su primera entrega, El candor del padre Brown, no me enteré de nada: ¡hay que leerlo de adulto! (Aunque claro, yo lo leí a una edad en la que no sabía ni lo que significaba «candor», asiquepaqué).

El tío plantea unos enigmas criminales que son antes juegos perversos de la mente que casos realistas y que deleitan por su ingenio todo el breve trayecto entre paradas de postas: una suerte de Maurice Leblanc más elaborado, un Arthur Conan Doyle más ¿incisivo? «Sed pulp est» (pardon my Latin…).

Pero es que además se permite, así como quien no quiere la cosa –como hacen los grandes–, parar la pelota y meterte una filigrana previa sin aparente meta concreta mientras tú te pensabas que estabas leyendo aquello tan solamente para averiguar la identidad del asesino. Y claro, mete goles clamorosos.

Hace más de cien años, Chesterton ya describía sin compasión a los ricos con mala conciencia, todos esos que afirman estar con el pueblo asomados sólo lo justo desde su palco de honor… Pocas veces he presenciado un análisis tan preciso y actual del clasismo infranqueable. Lean con qué certeras pinceladas plasma el embarazoso ambiente de un club exclusivo ante la metedura de pata de uno de los sirvientes (tomo prestada una traducción adecuada de Alfonso Reyes): «El camarero se quedó inmóvil unos segundos, y en todas las caras apareció una expresión inexplicable de rubor, que es producto característico de nuestro tiempo: un sentimiento en que se combinan las nociones del humanismo moderno con la idea del enorme abismo que separa al rico del pobre. Un aristócrata genuino le hubiera tirado algo a la cabeza al triste camarero, comenzando por las botellas vacías y acabando probablemente por algunas monedas. Un demócrata genuino le hubiera preguntado al instante, con una claridad llena de crudo compañerismo, qué diablos se le había perdido por allí. Pero estos plutócratas modernos no sabían tratar al pobre, ni cómo se trata al esclavo, ni cómo se trata al amigo. De modo que una equivocación de la servidumbre los sumergía en un profundo y bochornoso embarazo. No querían ser brutales, y temían verse en el caso de ser benévolos. Y todos, interiormente, desearon que «aquello» desapareciera. Y «aquello» desapareció. El camarero, tras de quedarse unos instantes más rígido que un cataléptico, dio media vuelta y salió escapado».

Que el Padre Brown me pille confesado: qué bueno es esto.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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