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«El hombre invisible» («The Invisible Man», 2020), de Leigh Whannell

El hombre invisible (1897), de H.G. Wells, es una de las obras seminales de la ciencia ficción. La novela fue adaptada por primera vez a la gran pantalla en 1933 por James Whale, encarnando Claude Rains al maniaco protagonista. Fue ésta una de las mejores cintas del director, un thriller que mezclaba terror y comedia y que ofrecía algunos de los más conseguidos efectos visuales de la época. Recordando el éxito que había obtenido el film, Universal recicló años más tarde el concepto en una cadena de secuelas cuyo título ya da una idea de la decreciente calidad y escasez de ideas que los sustentaban: El regreso del hombre invisible (1940), La mujer invisible (1940), El espía invisible (1942) o La venganza del hombre invisible (1944), antes de culminar con la inevitable Abbot y Costello contra el hombre invisible (1951).

Después vinieron otras versiones más o menos fieles con la obra original. Hubo una versión turca en 1955, una rusa en 1984 y, ese mismo año, una adaptación de la BBC como miniserie televisiva en seis partes, ambientada en la época de la novela y que pasa por ser la más respetuosa con el texto de la misma. Y siguiendo con la televisión, con el correr de las décadas se produjeron diversas series que se aprovecharon en su título de la fama de la creación de Wells, pero que poco tuvieron que ver con el espíritu de la misma. Las series de 1958, 1975 y 2000 no son más que peripecias y aventuras ligeras de diferentes héroes con la capacidad de volverse invisibles.

En los 80 del pasado siglo, el tema del hombre invisible había degenerado en carnaza para la serie B como en la sórdida El maniaco invisible (1990); o servido de base para comedias tontas como El hombre que nunca estuvo allí (1983), The Invisible Kid (1988), Mamá es invisible (1996) o The Erotic Misadventures of the Invisible Man (2003, basado en los cómics de Milo Manara). Hubo otros intentos de recuperar cierta dignidad para el personaje aprovechando las posibilidades que brindaba la nueva tecnología CGI, como Memorias de un hombre invisible (1992), El hombre sin sombra (2000) o The Unseen (2016). El siguiente intento llegó en 2020 de la mano de la productora Blumhouse.

Cecilia Kass (Elisabeth Moss) escapa de la casa de su novio, Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen), un ingeniero millonario especializado en óptica, que ha estado maltratándola psicológicamente ejerciendo sobre ella un control obsesivo. Cecilia se esconde en el hogar de un amigo policía, James Lanier (Aldis Hodge) y algunas semanas después recibe la noticia de que Adrian se ha suicidado. El hermano de éste, Tom (Michael Dorman), es el abogado que gestiona su testamento y le comunica que le ha legado a ella una fortuna de cinco millones de dólares.

La vida de Cecilia, ahora aliviada y libre económica y emocionalmente, da un vuelco y comienza a recuperar el ánimo. Pero tras unas semanas, empieza a sentir que Adrian, de alguna forma, sigue vivo y la vigila. En vida, le había prometido que siempre la acecharía, aunque fuera de manera invisible, y Cecilia cree que pequeños fenómenos que ocurren a su alrededor son obra de aquél. Pronto, ese acoso aumenta su intensidad, carcomiendo su vida y alienándola de quienes le rodean, que piensan que está sufriendo algún tipo de trastorno mental.

El hombre invisible fue anunciado originalmente como parte del publicitado Dark Universe que quiso poner en pie Universal imitando lo que había hecho con tanto éxito Marvel con sus superhéroes. En este caso, los personajes con los que el estudio quería construir ese marco narrativo compartido eran los monstruos que habían cimentado su fama allá por los años treinta y cuarenta del pasado siglo: Drácula, la criatura de Frankenstein, el hombre lobo, la momia y el hombre invisible. Ahora bien, las películas que fueron emanando de ese proyecto, como Drácula: La leyenda jamás contada (2014) o La momia (2017), no convencieron a nadie. Tras el fracaso de la última –pese a contar en su reparto con actores como Tom Cruise o Russell Crowe–, Universal decidió tirar la toalla del Dark Universe.

Y entonces entra en juego la productora Blumhouse, que compra los derechos para hacer un remake de El hombre invisible, eso sí, liberado de la esclavitud que suponía el integrarlo en un universo más amplio. Blumhouse venía destacando desde mediados de la década anterior gracias a un sólido y asombrosamente rentable conjunto de películas de terror de presupuesto medio, como Paranormal Activity (2007), Insidious (2010), La purga (2013) o Feliz día de tu muerte (2017), todas las cuales generaron su propia franquicia.

Para dirigirlo se escogió a Leigh Whannell, que había llamado la atención por primera vez en 2004 como coguionista y coprotagonista de Saw (2004). Junto a su amigo James Wan, firmó el guión de Silencio desde el mal (2007), Insidious (2010) e Insidious: Capítulo 2 (2013), todas ellas con dirección de Wan y con Whannell también participando en el reparto actoral. También escribió libretos para otros realizadores (Dulces criaturas, The Mule, ambas de 2014) y apareció como actor en otros films. Su debut como director llegó en la tercera parte de Insidious (2015) y se confirmó y brilló especialmente en Upgrade (2018), una inteligente y dinámica aportación al tema de la Inteligencia Artificial producida por el sello Blumhouse.

Como mínimo, El hombre invisible puede considerarse una rareza. Es importante entender la película en el contexto de la estrategia que sigue Blumhouse para hacer negocios. La directriz que impone a sus directores es la de respetar un presupuesto de cinco millones como máximo (aunque algunas veces ese límite puede sobrepasarse, como es el caso que nos ocupa, al que se dedicaron siete millones). Una restricción que parece un grave impedimento a la hora de abordar una película como El hombre invisible, en la que el espectador espera ver unos buenos efectos especiales. Lo que hace Whannell es esquivar esas expectativas para ofrecer una historia que no toma prácticamente nada de la novela de Wells o de cualquiera de los productos audiovisuales con hombres invisibles que le precedieron.

Sí, tenemos un científico apellidado Griffin que crea un sistema para volverse invisible –la fórmula química de Wells es aquí sustituida por un traje de alta tecnología que refleja la luz–; como en la novela original, el hombre invisible es un individuo mentalmente inestable. Si en encarnaciones anteriores del personaje la droga de invisibilidad provocaba o aumentaba su megalomanía y psicosis, en esta ocasión se nos presenta un Griffin no tanto loco como dominante, controlador y maltratador, rasgos que ya “adornaban” su personalidad antes de que diseñara el traje que le permite dar rienda suelta a sus fechorías. Mientras que en la novela el hombre invisible quedaba reducido a la miseria y pasaba auténticos apuros para sobrevivir, aquí nunca deja de ser un millonario con múltiples recursos; en el libro, se convertía en la presa de una caza policial, mientras que en la película de Whannell las autoridades no creen en su existencia y piensan que todo está en la cabeza de la heroína. Es más, la protagonista de esta nueva historia es la víctima, mientras que el hombre invisible no es más que un personaje secundario, una especie de némesis fantasmal que interviene de vez en cuando para atormentarla.

Pero quizá lo más chocante de esta película sea que, ya lo he dicho, no ofrece lo que uno podría esperar de una historia con hombre invisible, a saber, objetos levantándose de sus sitios y haciendo movimientos inusuales, o efectos especiales llamativos que revelen la presencia de un individuo al que no podemos ver. Whannell elimina prácticamente todos esos recursos, probablemente porque el presupuesto disponible en Blumhouse no le permitía acceder a ellos.

Hay momentos aislados con algún efecto visual (huellas en una alfombra, una sábana que se desliza aparentemente sola de una cama…), pero en general éstos se hallan ausentes de la película. El director recurre en cambio a construir el suspense jugando con los silencios, los movimientos de cámara y los espacios vacíos, dejando que el espectador sienta la amenaza en su imaginación sin mostrar nada explícitamente. Uno podría pensar que la casa de Adrian, amplia, minimalista y con unos grandes ventanales que dan al oceáno Pacífico, transmite sensación de espacio y libertad, pero tal y como está fotografiada, iluminada y rodada, no queda duda alguna de que se trata de una prisión.

Incluso cuando Cecilia escapa de allí y se instala en la casa de James, la cámara transmite el miedo y la inseguridad que siente una mujer maltratada en una situación tan cotidiana como es encontrarse sola en una casa en silencio. Ver a Cecilia andar por los pasillos y habitaciones, sospechando ya lo que ocurre y preguntándose si hay alguien que no puede ver sentado en la silla de la esquina o mirándola fijamente desde un pasillo aparentemente vacío, es verdaderamente terrorífico.

En mi opinión, Whannell utiliza bien las herramientas que se le dan y los recursos narrativos delcine de suspense. Es una aproximación diferente que prescinde de algo que, en el fondo, está muy visto como son los efectos de invisibilidad en el cine. Eso sí, si lo que uno espera encontrar en esta película es un despliegue visual, se sentirá sin duda decepcionado por mucho que en la segunda mitad los efectos menudeen algo más, como en esa violenta escena en un pasillo del hospital en la que los policías son zarandeados y asesinados por armas flotantes y el traje especial de Griffin se deja ver parcialmente.

Conforme Cecilia va deduciendo lo que ocurre y, simultáneamente, fracasa a la hora de convencer a los demás de ello, la película toma una dirección bastante convencional para cualquiera que haya visto otras películas estilo Luz que agoniza (1944). Cada persona a la que la protagonista intenta explicar la situación, le replica diciendo que necesita ayuda psicológica. En una película que supera las dos horas de metraje, esta dinámica resulta algo repetitiva. El tercer acto revela por fin el misterio que a esas alturas ya no lo es para cualquier espectador mínimamente avispado.

El género de terror siempre ha funcionado bien cuando se lo utiliza como alegoría para representar aquello que una sociedad teme, ya sean las ansias sexuales de Drácula o la monstruosa perversión de la Ciencia de la que nació la criatura de Frankenstein. Así, Whannell reformula El hombre invisible para llevar a la pantalla un tipo de terror que hasta hace poco había permanecido invisible (perdón por el juego de palabras).

Y es que, como ya he apuntado antes, aunque el título de la película es El hombre invisible, éste, muy apropiadamente, apenas hace acto de presencia. En los primeros minutos lo vemos de pasada durmiendo en su cama y poco después como un rostro desenfocado a través de un cristal húmedo. No vuelve a hacerse “visible” hasta la escena final. En realidad, todo el peso dramático de la historia recae sobre una mujer maltratada, Cecilia. De hecho, este thriller, más que con las anteriores películas sobre hombres invisibles, tiene más que ver con otras como Durmiendo con su enemigo (1991) o Nunca más (2002), protagonizadas por mujeres que tratan de escapar de esposos abusadores y psicópatas. Así, el corazón de este El hombre invisible se ha reformulado como la ordalía de una mujer para deshacerse del hombre que la subyuga y recobrar su propia identidad. La invisibilidad de su acosador no es más que una herramienta narrativa para empeorar su situación psicológica y social.

El voyeurismo asociado al concepto de un hombre invisible siempre ha llevado implícito un cierto grado de acoso potencial a las mujeres. En el año 2000, Paul Verhoeven lo dejó bien claro en El hombre sin sombra, cuyo protagonista se dedicaba a manosear a mujeres dormidas, espiar a vecinas desnudas e incluso violar y asesinar al objeto de su deseo. Ahora bien, para el director holandés la idea de una mujer atacada por algo que no puede ver suscitaba más excitación morbosa que terror. Whannell hace en esta película un mejor trabajo a la hora de representar el miedo, la angustia y la paranoia de la víctima.

Encarnando a Cecilia, Elisabeth Moss consigue transmitir esos sentimientos generados a partir de una situación que mezcla la realidad con la ciencia ficción. La heroína pasa del terror a la agonía llegando a rozar la locura, pero encuentra en su interior la suficiente firmeza de carácter como para transformar esas emociones en ira y determinación. El desenlace, hasta cierto punto previsible, aporta la necesaria catarsis para la heroína y el público que la ha acompañado en su via crucis.

Moss también hace que resulte verosímil su relación tóxica con Adrian Griffin, un individuo de mente privilegiada que podría tener a cualquier mujer a sus pies, pero tan orgulloso y obseso por el control que no puede aceptar que su pareja lo abandone y deje de ejercer su dominio sobre la vida de ella. El hermano de Adrian expone sucinta pero claramente el por qué de la obsesión de éste por Cecilia: “No lo necesitas”. Adrian deseaba más que ninguna otra cosa controlar y dominar a Cecilia porque ella se resistía, porque era perfectamente capaz de vivir fuera de la burbuja que él quería imponerle. E incluso una vez “muerto”, consigue dominarla por su mera presencia: legándole un dinero sólo para hacer que luego se lo arrebaten; o haciéndola pasar por loca con sus maniobras. Hay un irónico momento en el que Tom manipula a Cecilia con el argumento de la “Navaja de Occam” tantas veces utilizado por los escépticos: “Lo único más brillante que inventar un traje que le hace invisible es no inventarlo y hacerte creer que lo ha hecho”. En otras palabras, el auténtico genio de Adrian no reside en el campo de la óptica sino en su habilidad para “meterse en tu cabeza”.

Dado que el cine ya ha tenido un buen puñado de mujeres glamourosas que se vengan de los hombres que las perjudicaron, desde Farraw Fawcett a Jennifer López, el director trata de infundir a la película una sensibilidad y estética más modernas, más progresistas si se quiere. Por ejemplo, Cecilia no es una mujer particularmente bella ni la cámara la muestra demasiado favorecida. Cuando se siente acosada de nuevo por su supuestamente difunto novio, sus amigos no la creen y la tratan con una extraña frialdad, lo que quizá represente lo poco que hemos cambiado como sociedad en lo que se refiere al trato que dispensamos a las víctimas de violencia de género.

Sólo dos semanas después de que Cecilia huyera de la casa de Adrian y se refugiara en el hogar de James y su hermana Emily (Harriet Dyer), éstos ya esperan que empiece a comportarse con normalidad, incapaces de comprender el trauma al que aún está sometida. Y cuando empiezan a suceder cosas extrañas, como ese email malintencionado que le envían a Emily, la primera reacción de la hermana de Cecilia es recriminarle que se vinculara sentimentalmente a un sociópata.

Los personajes secundarios en ningún momento toman en consideración los argumentos de Cecilia y, para colmo, ésta no tiene ocasión para recriminarles su insensibilidad. Hoy, en la era post-Weinstein y con un goteo constante en las noticias de casos de maltrato a mujeres en diferente grado, pervive un sector de la opinión pública que sigue tendiendo a culpabilizar a las mujeres por abandonar relaciones tóxicas o acusar públicamente a sus ofensores, especialmente si éstos son famosos.

El hombre invisible no es precisamente sutil como alegoría. Pero tampoco necesita serlo porque Whannell demuestra ser un depurado narrador que suministra al espectador todo lo que necesita saber rápida y eficientemente sin recurrir a artificios. Por ejemplo, una de las escenas con mayor suspense de la película no incluye elementos sobrenaturales o fantacientíficos. Los minutos de apertura narran la sigilosa huida nocturna de Cecilia de la casa de Adrian. No hace falta insertar diálogos expositivos o voces en off para entender perfectamente lo que está ocurriendo y por qué: las pastillas de diazepam con las que Cecilia droga a su novio, las cámaras de seguridad que graban todos sus movimientos dentro de la casa, el sistema de alarma diseñado no tanto para impedir la entrada como la salida… La secuencia es una clase magistral de cómo generar tensión. Mientras el monstruo duerme, la cámara de Whannell le presta una especial atención a los espacios negativos, recorriendo horizontalmente el amplio y moderno interior de la casa para sugerir que Adrian podría estar acechando en las sombras aun cuando un vistazo a su teléfono móvil le confirma a Cecilia que sigue dormido. Ese es el poder que Adrian tiene sobre ella –y el espectador–: aun drogado e inconsciente, su presencia se deja sentir.

La película volvió a demostrar lo acertado de la política de Blumhouse. Con un presupuesto, ya lo he comentado, de 7 millones de dólares, El hombre invisible recaudó en el primer fin de semana 29 millones, convirtiéndolo oficialmente en un éxito. Y dado que el final deja abierta la posibilidad de una secuela, enseguida se empezó a hablar de la misma.

Whannell consiguió con este remake algo a priori complicado: rescatar a un mito clásico como el del hombre invisible y hacerlo terrorífico en un contexto actual y con una problemática y terrores muy vigentes. Y ello sin recurrir a los efectos especiales de siempre sino demostrando que muchas veces basta con los recursos más clásicos: la cámara, el tempo narrativo y la interpretación.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".