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Crítica: «Prisioneros de Ghostland» (Sion Sono, 2021)

No es una película convencional, ¿de acuerdo? Salta a la vista. Y sin embargo, al verla, uno siente como si conociera de toda la vida a Sion Sono. Aparte de él, pocos osarían lucir ese talento estético para realizar films como los que adornan su carrera: obras con una potencia visual equivalente al delirio casi nihilista que contienen. Cintas desquiciadas, imprudentes, angustiosas, en curso de colisión con la normalidad.

A pesar de que puede intuirse que Sono tiene ciertas ínfulas como artista moderno, su cine se alimenta con ingredientes populares: el terror, la ciencia ficción, el thriller…

Al mismo tiempo, y pese a la psicología punk que delata su trayectoria, Sono también juega a ser un esteta con ganas de lucirse. Casi como aquella generación de cineastas-videocliperos que prosperaron en la MTV.

Creo que todo lo dicho hasta aquí ya les habrá puesto en guardia. Digo esto porque conviene tener claro qué va a ver uno después de pasar por la taquilla.

Prisioneros de Ghostland tiene un argumento que les sonará: en un mundo alternativo, a medio camino entre el western y el cine de samuráis, un héroe con un pasado criminal (Nicolas Cage) es liberado por el Gobernador (Bill Moseley) para que viaje a una zona devastada ‒este es un relato postapocalíptico‒ con el objetivo de «rescatar» a una joven, Bernice (Sofia Boutella), que forma parte de su harén.

Déjenme que añada que, durante los quince primeros minutos del metraje, reconocemos cómo van encajando aportes de 1997: Rescate en Nueva York (1981), de John Carpenter, Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1981) y Mad Max: Furia en la carretera (2015), de George Miller. Sin embargo, el tono que adopta Sono, propenso a la rareza, a la estilización, el kitsch y la desvergüenza, también me recuerda desvaríos italianos como 1990: Los Guerreros del Bronx (1982) y Los nuevos bárbaros (1983), de Enzo G. Castellari.

Por lo demás, ya dije que Prisioneros de Ghostland no es una producción al uso. A pesar de que toma todos esos ingredientes populares, esto es cine de arte y ensayo. Aquí la tendencia experimental es irrefrenable, y me temo que conviene estar preparado para ver cómo el director reconduce una típica película de aventuras hacia una dirección extraña y confusa.

Para decirlo de otro modo, importa mucho menos lo que nos cuenta Sono ‒una distopía apocalíptica‒ que el modo en que lo cuenta: usando un despliegue de color y una extravagancia que pueden provocar en el espectador una genuina fascinación… o el rechazo frontal. Poco más o menos, como si una serie B de los ochenta hubiera sido reinterpretada en un museo de arte moderno.

¿Un Mad Max onírico? ¿Una mezcla caótica y a la vez sofisticada de referencias pop? ¿Un viaje psicodélico y surrealista por el cine de acción? Quien desee responder a estas preguntas sabrá, con total seguridad, si está llamado a ver Prisioneros de Ghostland.

Sinopsis

Cuando Bernice desaparece sin dejar rastro, su abuelo, el señor de la guerra conocido como el Gobernador, saca a un ladrón de bancos de la cárcel, le obliga a vestir un traje de cuero equipado con bombas y le da un plazo de cinco días para recuperarla o sufrir consecuencias explosivas. En su aventura, el ladrón buscará también redimirse de sus pecados.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Copyright de imágenes y sinopsis © Eleven Arts, Untitled Entertainment, XYZ Films, Patriot Pictures, A Contracorriente Films. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.