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Crítica: «Perros de paja» («Straw Dogs», 2011)

Camuflando la escasez de ideas en la forma de relectura de obras de culto, Screen Gems se ha atrevido a remedar de cara al siglo XXI nada más y nada menos que Perros de paja (Straw Dogs, 1971), una de las películas más polémicas de Sam Peckinpah hoy día consagrada como clásico absoluto. Otro rutinario ejercicio de «actualización» que no debería resultar nada extraño en plena era de remakes, precuelas, secuelas y reboots.

Sustituyendo a la insustuible pareja compuesta por Dustin Hoffman y Susan George por dos actores de bajo perfil como James Marsden y Kate Bosworth, este remake mira más al filme de Peckinpah que a la novela en la que este se basó, The Siege at Trencher’s Farm (publicada en 1969), del británico Gordon Williams.

Escrita y dirigida desapasionadamente por Rod LuriePerros de paja incorpora entre sus escasas novedades un cambio de localización. Así, el remake cambia el hosco paisaje inglés por las no menos ariscas tierras pantanosas de Louisiana, mirando al gótico americano en su variante sureña e inspirándose en obras como Defensa (Deliverance, John Boorman, 1972) y La presa (Southern Comfort, Walter Hill, 1981), que emplean el profundo Sur como el territorio idóneo para desatar la caza del hombre por el hombre. Una derivación natural, teniendo en cuenta que Perros de paja de 1971, íntimamente emparentada con las películas adscritas al American Gothic, ofreció una imagen de los pueblerinos ingleses muy cercana a la de los sudorosos y endogámicos rednecks que habrían de convertirse en la seña de identidad de un horror universal a la vez que genuinamente estadounidense e hijo de su tiempo (la convulsa década de los setenta).

La película de Peckinpah hurgaba sin piedad en la brutalidad caníbal intrínseca a la naturaleza humana; bajo su prisma, la familia se convertía en la institución perversa y opresora por excelencia y el barniz de tradición y pureza asociado a los entornos rurales –esa vida sencilla en una suerte de Arcadia feliz– se levantaba irremisiblemente dejando a la vista la iniquidad, la brutalidad, la superstición y, en definitiva, la ley de la jungla. La aceptación de la barbarie consustancial al hombre tenía como inevitable conclusión la destrucción de los ropajes de civilización del urbanita, un tema que Wes Craven llevaría poco después al paroxismo –antes de dejarse seducir por icónicos hombres del saco con cuchillas en las manos y adolescentes gritones– con resultados indudablemente más cutres, aunque no por ello menos reseñables, en las controvertidas La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, 1972) y Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 1977), versionadas implacablemente también en este siglo.

Al igual que en otros refritos como Km. 666 (Wrong Turn, Rob Schmidt, 2003) y sus secuelas, que se limitan a reproducir burdamente los esquemas formales y argumentales del American GothicPerros de paja de 2011 enfrenta una vez más al sofisticado habitante de ciudad con el tosco paleto de la América profunda. Mientras en el original el choque era eminentemente cultural –el protagonista era un aburrido matemático, es decir, un intelectual en estado puro–, en la versión del 2011 se matiza añadiendo el éxito profesional a la ecuación –James Marsden interpreta a un guionista de Hollywood, papanatas y fashion victim–, entendido este en términos de fama y dinero.

Fusilando con poca gracia (y mucho photoshop) el potente y simbólico cartel original, con Dustin Hoffman mirándonos a través de sus gafas rotas –o, dicho de otro modo, cómo la fractura de las barreras morales deja libre a la bestia que todos llevamos dentro–, Perros de paja se limita a fotocopiar de modo cansino muchas de las escenas (que no los logros) del original aligerando al conjunto de profundidad y de polémica. Con el mismo propósito –no inquietar al espectador en lo más mínimo, ni siquiera intelectualmente– la versión del nuevo milenio se permite incluso desvelar el misterio del enigmático título del filme, en una torpe explicación apta para todos los públicos.

El aligeramiento de contenidos afecta a los mismos protagonistas, cuya relación matrimonial se halla tan desdibujada como falta de química. Lo mismo puede decirse del resto de los personajes, convertidos en meros estereotipos y afectados por una pésima dirección de actores –el indigesto histrionismo de James Woods, la sobredimensionada presencia de Alexander Skarsgård, más interesada en explotar su atractivo físico que sus dotes actorales– a la vez que por malas decisiones de casting (la desacertadísima elección de Dominic Purcell).

Copyright del artículo © Lola Clemente Fernández. Reservados todos los derechos.

Copyright de las imágenes © Screen Gems, Battleplan y CTMG, Inc. Cortesía de Sony Pictures Releasing de España. Reservados todos los derechos.

Mª Dolores Clemente Fernández

Mª Dolores Clemente Fernández es licenciada en Bellas Artes y doctora en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid con la tesis “El héroe en el género del western. América vista por sí misma”, con la que obtuvo el premio extraordinario de doctorado. Ha publicado diversos artículos sobre cine en revistas académicas y divulgativas. Es autora del libro "El héroe del western. América vista por sí misma" (Prólogo de Eduardo Torres-Dulce. Editorial Complutense, 2009). También ha colaborado con el capítulo “James FenimoreCooper y los nativos de Norteamérica. Génesis y transformación de un estereotipo” en el libro "Entre textos e imágenes. Representaciones antropológicas de la América indígena" (CSIC, 2009), de Juan J. R. Villarías Robles, Fermín del Pino Díaz y Pascal Riviale (Eds.). Actualmente ejerce como profesora e investigadora en la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR).