He empezado a ver, como tantos, Adolescencia (2025), miniserie británica estrenada por Netflix, creada por Jack Thorne y Stephen Graham y dirigida por Philip Barantini. Acabo de concluir, sobrecogido, el segundo episodio, que discurre íntegramente en el instituto en el que estudian los menores implicados en la trama.
Si (salvando las licencias de la ficción) tuviera que servir como radiografía de un sistema educativo, y, por extensión, de una sociedad, el diagnóstico sería espeluznante.
Me gustaría conocer la opinión de los propios adolescentes, cómo o hasta qué punto se ven reflejados, porque lo primero que se me viene a la mente es el triunfo, tan rotundo, que obtuvo entre los jóvenes El club de los poetas muertos (dirigida por Peter Weir en 1989). Tanto, que Daniel Pennac, otro apasionado profesor que escribe con pasión de su pasión, consideró interesante analizarlo, sorprendido de que hordas de alumnos hubieran corrido a verla y regresaran encantados, mientras que la crítica casi unánimemente y, sobre todo, los claustros de profesores, la abuchearon (por su demagogia, su complacencia, su arcaísmo, su bobaliconería, su sentimentalismo, su pobreza cinematográfica e intelectual).
La razón cree hallarla en el profesor Keating (interpretado por Robin Williams), que encarnaba, al modo de ver de los alumnos, la calidez humana y el amor por el oficio: pasión por la materia enseñada y absoluta entrega a sus escolares, todo servido por un dinamismo de infatigable entrenador.
Pennac también considera clarificadora la respuesta de uno de sus propios alumnos: «Bueno, a los profes no les gusta. Pero es nuestra película, no la suya». Keating parece compendiar los rasgos del profesor que todos hubiéramos deseado tener, ese profesor que, como dice Steiner, es consciente de que toma en sus manos lo más íntimo de sus alumnos, la materia frágil e incendiaria de sus posibilidades; ese profesor para quien enseñar va mucho más allá de inculcar conocimientos muertos, es enseñar una actitud, despertar dudas en los alumnos, formar para la disconformidad, educar para la marcha. Por eso la enseñanza auténtica puede ser una empresa terriblemente peligrosa, por eso no se puede enseñar sin temor, y por eso enseñar sin una atribulada reverencia por los riesgos que ello comporta es una frivolidad.
Películas sobre la escuela
Pennac también se detiene a pensar —algo que Adolescencia vuelve a poner ahora de relieve— hasta qué punto un estudio comparado de todas las películas referentes a la escuela sería muy elocuente con respecto a las sociedades que las han visto nacer: del Cero en conducta de Jean Vigo al famoso Club de los poetas muertos, pasando por La jaula de los ruiseñores, de Jean Dréville (la antecesora en 1944 de Los chicos del coro), Semilla de maldad (o The Blackboard Jungle, dirigida por Richard Brooks en 1955, con Sidney Poitier y Glenn Ford), también Los 400 golpes, de François Truffaut (1959), por reseñar sólo algunas de las que he visto [Y tengo también anotadas por ahí, pendientes de ver, como si fueran libros pendientes de leer: El primer maestro, de Mijalkov-Konchalovski (URSS, 1965), La primera noche de la quietud, de Zurlini (1972), La voz de su amo, de Daniele Luchetti (1991), La pizarra, de la iraní Samira Majmalbaf (2000), La escurridiza, o cómo evitar el amor de Abdellatif Kechiche (2002). También If, de Lindsay Anderson, Hoy empieza todo, de Bertrand Tavernier, Ni uno menos, de Zhang Yimou, La clase, de Laurent Cantet].
Y está esa historia contenida en la cuarta temporada de The Wire, la serie de televisión de David Simon y Ed Burns, una de las tramas paralelas que en ella se desenvuelven (la calle, la droga, el colegio), una excepción dentro de la narrativa fílmica americana sobre la enseñanza, según señala Carlos Boyero, pues frente a la europea, aquélla siempre se deja llevar más por lo que exige la taquilla que por el afán didáctico, y trata el mundo de la educación con más trampas que verdad, con tesis convenientemente edulcoradas, con la convicción de que al final todo el mundo es bueno, cuando la cruda verdad —aunque prefiramos las tranquilizadoras ficciones— es que las posibilidades de que el profesional de la educación sienta que ha logrado los frutos que se proponía, y que los alumnos asuman que estar entre las paredes del aula es gratificante o decisivo para su futuro, pertenecen al reino de la utopía.
El deseo de enseñar
Por eso en The Wire estamos ante una cruda radiografía social que incomoda al espectador, al hacerle testigo de algo que se parece excesivamente a la vida cotidiana.
Pennac recomienda todas esas películas porque de ellas, entre las interesantes enseñanzas que pueden extraerse, la no menos interesante es cómo expresan siempre el deseo de todo alumno de florecer a la sombra —o más bien, en la claridad— de un maestro ejemplar. Incluso de los episodios de The Wire no deja de extraerse una esperanzadora moraleja: la de que incluso a la pantanosa burocracia de la política educativa sobreviven quienes están dispuestos a enseñar, y estos siempre encuentran a quienes emergen de entre la inmundicia de las calles dispuestos a aprender.
Pero es triste que sólo en el celuloide estemos dispuestos a reconocer ese papel tan relevante que cumple el maestro. Conmueve la figura del maestro en El pequeño salvaje y La piel dura, de Truffaut; en El milagro de Anna Sullivan, de Arthur Penn (1962); en Adiós, Mr. Chips, de Herbert Ross (1969), con un entrañable Peter O’Toole; en Profesor Holland, protagonizada por Richard Dreyffus (1995); en Cadena de favores, de Mimi Leder (2000), lapidada con tal consenso por la crítica que uno se pregunta por qué los buenos sentimientos se prestan con tanta facilidad a la glosa ácida.
También en Billy Elliot, dirigida por Stephen Daldry (2000), que tanto te gustó; en El indomable Will Hunting, protagonizada por Matt Damon y dirigida por Gus van Sant (1997); en La lengua de las mariposas (1999), que dirigió José Luis Cuerda —pero has de leer el relato de Manuel Rivas en que se basa la historia, tan tierna pero tan dramática y triste, que tan culpable regusto nos deja—; incluso en Sonrisas y lágrimas (dirigida por Robert Wise en 1965, con Julie Andrews como institutriz de los numerosos vástagos del viudo capitán Von Trapp).
La dignidad de los maestros
Y no obstante, este género cinematográfico, el de las películas sobre la enseñanza, es cuando menos un género paradójico. Esas películas reflejan las relaciones entre profesores y alumnos, reflejan la lucha cotidiana e irrenunciable de tantos maestros por transmitir un ápice de la dignidad de su oficio, y también la pelea de tantos alumnos, ávidos de aprender, por superar mediante la instrucción una realidad familiar deteriorada (cuántas veces los alumnos ansían desentenderse del mundo exterior al entrar en las aulas, como quien descansa al menos un momento de una carga insoportable, el colegio como refugio de la vida).
Esas películas parecen apreciadas por el público, y sin embargo uno no percibe que los padres, en general, valoren extraordinariamente la labor de los maestros, ni siquiera que la retribuyan con un suficiente respeto.
En todos esos filmes el mundo de la enseñanza es siempre conflictivo (incluso en las historias en las que la trama no gira en torno a un profesor que ha de vérselas con un alumnado marginal, multirracial y airado, de suburbio o de orfanato; incluso en las cintas en las que el alumnado no es propiamente un antagonista —porque se trata de alumnos integrados o receptivos—), en todas esas películas la historia escolar es siempre una historia de difícil salida, una situación de enfrentamiento angustioso, de tensas contradicciones emocionales.
Y, sin embargo, denuncia Pennac, a pesar de reconocérsele su carácter de mundo arduo, complejo, comprometido, dificultoso, no hay ningún ámbito como el de la escuela sobre el que se atreva a opinar tanta gente con tanta ligereza. Porque de la escuela opina todo el mundo: de sus programas, de su papel social, de sus fines, de la escuela de ayer, de la de mañana. Lo deplorable es que todo lo malo que se dice de ella acaba ocultando el número de niños que la escuela salva cada día de las taras, de los prejuicios, de la altivez, de la ignorancia, de la estupidez, de la codicia, de la inmovilidad o del fatalismo de tantas familias.
La educación familiar
Savater, otro gran maestro, recuerda que la educación familiar, que funciona por vía del ejemplo, apoyado en gestos, humores compartidos, hábitos del corazón y chantajes afectivos junto a la recompensa de caricias y castigos, y que puede conducir al niño a una identificación total con sus modelos o a un rechazo visceral y patológicamente herido de los mismos, sirve tanto para acrisolar principios morales estimables y firmes como para hacer arraigar prejuicios luego imposibles de extirpar. Por eso no conviene desdeñar el papel de la escuela.
Pero miro a mi alrededor cada vez que te recojo en la puerta del colegio, cada vez que acudo a las reuniones escolares, y en cada ocasión percibo que los padres suelen ser muy autocomplacientes consigo mismos y muy desabridos y críticos con los profesores, no dudan en menospreciarlos, en quitar hierro a su lidia cotidiana con los muchachos, en ahorrar méritos a su tarea prometeica, como si sólo a los padres les resultara arduo educar con una mínima corrección a sus hijos, y entonces no puedo menos que pensar en cuántos niños son mejor educados por la escuela que por sus progenitores.
Como admite el mismo Pennac —que reconoce que era un alumno zoquete—, a él lo salvó la escuela, a él lo salvaron tres o cuatro profesores (quien dice «la escuela», dice los profesores que la hacen), pues es cierto que ahí estaban los peligros: las bandas callejeras, el paro que amarga a los padres y corroe la vida diaria de las familias hasta aniquilarlas, la pertenencia a agrupaciones étnicas excluidas donde se alimenta tanta rabia y vandalismo, la tiranía de las marcas y de esa publicidad que nos muestra tantas cosas inalcanzables. Pero esos profesores no perdieron el tiempo sermoneándolo ni tampoco buscando tantas causas cómo se esgrimen hoy para justificar el desaliento, el fracaso, la ignorancia, menos aún se ampararon en ellas, sino que se comportaron como adultos enfrentados a un adolescente en peligro.
El sentido común nos ha indicado siempre que la familia se encarga de la educación de los niños mientras que la escuela lo hace de su instrucción, pero desde hace tiempo empezamos a exigirle a la escuela que, además de instruiros, también os eduque, y la responsabilizamos a ella de vuestros malos modales, de vuestro lenguaje barato y escaso, de los escasos o nulos valores que exhibís en vuestro comportamiento, sin percatarnos de que ésa es nuestra sagrada misión.
Lo anota Savater: sólo cuando la familia te educaba para la convivencia podía la escuela ocuparse de enseñarte. Pero ahora la familia se ha eclipsado, según dicen los sociólogos porque la mujer ya trabaja fuera de casa, porque los matrimonios se divorcian, porque los abuelos ya no son una presencia continua y venerable en casa, porque a la asistenta de toda la vida que se acababa convirtiendo en una segunda madre o abuela la han sustituido empleadas de hogar temporales y cambiantes, porque ya no se entablan estrechas relaciones con los vecinos. Y ahora que la familia no cubre plenamente aquel papel, el de educarte para saber estar junto a los demás, a la escuela, que tiene una tarea específica, se le demandan cosas para las cuales no está preparada.
Porque si es cierto que en nuestros hogares cada vez hay menos mujeres, ancianos, criados y vecinos que antes eran miembros de la familia y contribuían a vuestra educación (para educar a un niño hace falta la tribu entera, dice un proverbio africano que le gusta citar a J.A. Marina), sigue siendo indiscutible que es en el seno de la familia donde debéis aprender aptitudes tan fundamentales como hablar con corrección, asearos, vestiros, obedecer a los mayores, cuidar de los más pequeños (es decir, convivir con personas de diferentes edades), compartir alimentos y otros dones con quienes os rodean, participar en los juegos colectivos respetando los reglamentos, rezar a los dioses (si la familia es religiosa), y en definitiva distinguir primariamente lo que está bien de lo que está mal.
La conflictividad de la escuela
Estas cosas, en la familia, se aprenden en un clima de afectividad; luego, añade Savater, la escuela, los grupos de amigos, el lugar de trabajo, llevarán a cabo el resto del proceso de socialización, allí adquiriréis otros conocimientos y competencias.
Pero ahora exigimos a la escuela que se encargue incluso de aquella socialización primaria.
La escuela se ha vuelto más conflictiva porque cada vez alberga más tiempo de vida, más complejidad, entre sus paredes, mientras que el espacio de la familia se ha achicado (Manuel Rivas). Hemos desistido de nuestra responsabilidad: cuanto menos padres queremos ser los padres, más paternalista exigimos que sea la escuela (Savater). Y, sin embargo, parece que la mayoría de los padres le hubiera perdido el respeto a la escuela. En caso de comportamiento perturbador por parte de su hijo, le reprochan al enseñante no saber mantener el orden en su clase; y en caso de dificultad escolar, lo acusan de ser un mal pedagogo porque en lugar de adaptarse a los alumnos, espera que los alumnos se adapten a él.
Estos nuevos padres han dejado de ser un apoyo en casa para el punto de vista de la escuela, tienden a convertirse en delegados sindicales decididos y vociferantes de la progenitura. Es más, en algún momento, cada vez en más centros escolares la enseñanza empezó a consistir no ya en transmitir conocimientos sino en saber «mantener el orden en el aula». Pero los profesores no suelen tener previsto que su oficio pueda convertirse en un «deporte de lucha». Ni que habrán de enfrentarse a la brutalidad con que se desestiman los contenidos que enseñan, a la crítica ignorante que se hace de la cultura escolar.
Es escalofriante que, en algún momento de ese segundo episodio de Netflix, uno de los profesores, interpelado por el policía que dirige la investigación, conteste con un qué quiere que le diga, o qué quiere que yo haga, «mire, estos críos son un puto marrón». De modo que aprovechemos el aldabonazo que parece haber dado Adolescencia, pero no para reeditar el debate sobre la escuela que queremos, que siempre está abierto, sino para examinarnos todos, en casa, como familia.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento de Mapa del tesoro (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.