En La reina Calafia (1923), Vicente Blasco Ibáñez describe una violenta escena en que la civilizada protagonista apaliza con sus puños a un pretendiente que ha herido innecesariamente a otro en duelo. De hechuras literarias convencionales y moralina final rutinaria, la novela sin embargo aporta una heroína excepcional, Concha Ceballos: basada en la mujer moderna estadounidense de los años 20, esta treintañera californiana de origen hispano asombra en su visita al Madrid de entonces, según el autor, porque fuma y conduce su auto.
No os perdáis este colorido relato de su agresión al arrogante Marqués de Casa Botero frente a la puerta de su suite, con frases gloriosas («Veía cumplidos sus deseos: aquel hombre la trataba como un igual…», justo cuando el tipo empieza a tener miedo de ella…) ¡y esa última imagen en clave dominatriz!, escritas hace la friolera de 94 años:
«La californiana lo escuchaba inmóvil, cada vez más rígida, estirando los brazos a lo largo de su cuerpo, los hombros caídos, el cuello avanzado, la barbilla saliente y los ojos puestos en él con una fijeza agresiva. Su silencio y esta mirada turbaron un poco a Casa Botero, pero inmediatamente recobró su aplomo de buen mozo satisfecho de sí mismo:
–Adivino que ya sabe usted lo que pasó esta tarde. Como le dije en muchas ocasiones, el hombre que se atreva a ser mi rival está sentenciado a muerte. Yo la amo a usted como ninguno podrá amarla, y si alguien se cruza en mi camino tiene contados sus días.
Concha Ceballos, siempre silenciosa, avanzó unos pasos más; y el otro, instintivamente, fue retrocediendo por la mitad del pasillo, sin dejar de hablar:
–Yo no tengo la culpa. Ese niño inexperto ha querido medirse conmigo… ¡conmigo! Y le he dado una lección abriéndole un ojal en el pecho que tal vez…
No pudo seguir. Aquella mujer, que al principio parecía haber crecido con el estiramiento de la sorpresa, se contrajo de pronto y dejó escapar uno de sus brazos, pegados hasta entonces a su cuerpo. La mano se separó del muslo, chocando con una violencia instantáneamente y ruidosa en la cara del marqués.
Vaciló éste bajo el ímpetu del golpe. Además, la sorpresa entró por mucho en su aturdimiento. Era una bofetada hombruna, un manotazo atlético… ¿Una mujer podía pegar así?
Su desorientación y el dolor físico le hicieron olvidar el sexo del adversario que acababa de surgir enfrente de él. Además, tuvo miedo de que el golpe se repitiese. El instinto de conservación le hizo defenderse y levantó una mano.
La viuda Douglas cortó entonces su mutismo con una risa estridente, igual al frotamiento de dos pedernales. Veía cumplidos sus deseos: aquel hombre la trataba como un igual… Ahora su mano diestra se cerró, dura como una maza. La izquierda vino a situarse ante su rostro, con el codo en ángulo, como si colocase todo su cuerpo bajo la protección de un escudo invisible.
Avanzó, partiendo el aire por dos veces con su brazo derecho. El puño cayó como una clava sobre el rostro de aquel hombre, magullando su nariz, enrojeciendo instantáneamente su boca. Una de las sortijas de la luchadora había cortado con su piedra los labios del enemigo. La mandíbula de éste pareció crujir bajo un tercer golpe y todo él se vino abajo, intentando al derrumbarse tocar a su ágil adversario con una agitación inútil de brazos y piernas.
Quedó de espaldas en el suelo: quiso levantarse y no pudo. La «reina Calafia», con el cuerpo arqueado, los brazos en alto y los puños vigorosamente apretados, fijaba en él unos ojos de fría crueldad, dispuesta a repetir sus golpes tan pronto como lo viese en pie otra vez…
Pero acabó por desplomar su cabeza en la mullida tira de alfombra que cortaba el centro del pavimento, y lanzando una especie de ronquido quedó inmóvil.
Entonces, la amazona, con el implacable orgullo de la venganza, sin darse cuenta tal vez de lo que hacía, fijó su pensamiento en otro hombre, levantó un pie y puso su tacón alto y agudo sobre la boca del caído».
(Para el archivo personal, si no lo tenían, de mis heroínas madrileñas Carla Berrocal y Elisa McCausland).
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